Hacia la segunda mitad de la década del 60, Paraguay comenzó a extender su frontera agrícola de manera acelerada hacia el Este y el Norte de la Región Oriental; esto es, a aumentar el área de tierras cultivables hasta límites que ya hacia fines de la próxima década comenzarían a afectar en áreas naturales bajo la forma de deforestación masiva y expulsión de campesinos sin ayuda técnica, aislados de los servicios básicos, sin mercados, empobrecidos. Tomás Palau y María Teresa Yegros anotaron en 1992 que durante el agresivo proceso de mecanización de la agricultura (1963-1983) —que coincidió con una reforma agraria hecha a la medida de los amigos de Stroessner y el fluir de la plata dulce de Itaipú para los mismos amigos—, el patrón poblacional del Paraguay se modificó de forma radical. “Esto ha implicado que la frontera agrícola se ha ido desplazando, de modo tal que distritos que al comienzo del periodo eran receptores de población, hacia mediados o fines del mismo se convirtieron en expulsores”, escribieron. En un primer y breve momento, la extensión llevó gente a colonizar lugares, pero luego terminó expulsándola, una vez que las tierras pudieron ser trabajadas mecánicamente por los capitalistas, como ya Ramón Fogel explicaba en 1979.
Es decir, los movimientos migratorios en Paraguay no son una elección, son una imposición que ha tenido el efecto que cualquier guerra tiene sobre los pueblos. Es fácil suponer que los habitantes originales de los bañados, en su gran mayoría, vinieron de los departamentos en donde la frontera agrícola se ha visto avasallada durante medio siglo por la deforestación y los agronegocios: Alto Paraná, Caaguazú, San Pedro, Amambay, Canindeyú e Itapúa.
Cincuenta años después de aquellas expulsiones, un nuevo interés relativo a la tierra entra en escena: la especulación inmobiliaria que el proyecto de continuación de la Costanera Sur hace planear como una sombra ominosa sobre las zonas inundables de Asunción. El interés por expulsar a los habitantes de los bañados está disfrazado de falsas buenas intenciones. Tan falsas como las que entre las décadas del 60 y del 70 dejaron a la deriva a campesinos en el campo, para luego asistir a la llegada “triunfal” de los latifundistas de hoy. Es posible incluso especular que la falta de voluntad política para la construcción de una defensa y una franja costeras tiene como correlatos el desarraigo de sus habitantes y la llegada de las empresas inmobiliarias en la amplia zona, como partes de un mismo plan, para cerrar el círculo de las expulsiones medio siglo después.