Conviene recordar que el primer productor industrial de PCB, el elemento con que la ANDE ha contaminado, aparentemente, el río Paraná hace más de diez años, y San Lorenzo la semana que pasó, fue Monsanto, la empresa líder en el ámbito de los agronegocios.
Según una serie de denuncias, esta empresa durante años escondió a la opinión pública el carácter nocivo para la salud del bifenilo policlorado, lo que llevó a la muerte y enfermedad de sus propios obreros, que habían aspirado emanaciones del producto de manera directa. A pesar de ello, hasta principios de la década de 1970 la multinacional originaria de St. Louis, Missouri, siguió produciendo ese veneno industrial, y que solo dejó de hacerlo cuando ya había montado su nuevo negocio: primero la dioxina, con la que arrasaría EEUU plantaciones y también poblaciones en Vietnam; y luego la agroindustria, a la que hasta hoy se dedica.
En la página web oficial de Monsanto, la empresa llega al cinismo y la caradurez de afirmar, con respecto al abandono de la producción de PCB, que “las características propias del producto tuvieron un impacto negativo en el medioambiente, por lo que la empresa voluntariamente suspendió su producción, 8 años antes de que la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA) los prohibiera en 1979". Ninguna referencia a los miles de pobladores de Anniston, en Alabama, quienes fueron afectados por la toxicidad de los PCB producidos por Monsanto, mediante la ingesta de agua contaminada. A principios de la década pasada, miles de habitantes de Anniston le ganaron un juicio a la multinacional y fueron indemnizados por el valor de 700 millones de dólares, luego de vivir expuestos a los PCB durante más de 30 años. Entre las víctimas, se encontraban más de 400 niños con parálisis cerebral.
De la misma manera que durante décadas la multinacional negó que el PCB resultara un peligro para la salud humana, niega hoy la influencia nociva de los agroquímicos y de los organismos genéticamente modificados. En Francia llegó a afirmar, en una campaña publicitaria de fines de los 80, que el glifosato que las familias francesas usaban como pesticidas en sus jardines era menos nocivo para el organismo que la sal de mesa. (Me hubiera gustado que el encargado del márketing empresarial rociara con glifosato sus papas fritas en lugar de sal, y se atreviera a comerlas).
La norma parece ser saber de los efectos dañinos (mediante estudios científicos propios, muchos amañados cuando hace falta, según se ha denunciado) y ocultarlos.
El libro El mundo según Monsanto. De la dioxina a los OGM. Una multinacional que les desea lo mejor (2008), de Marie-Monique Robin, dedica la primera parte de su desarrollo al protagonismo nefasto de los PCB en la amenaza al medioambiente. Quienes quieren vendernos alimentos hoy nos vendían veneno ayer.