La reconstrucción de Afganistán ha salido más cara que la reconstrucción de Europa con el Plan Marshall (PM). En dólares actualizados, la reconstrucción afgana costó 109.000 millones de dólares, mientras que la europea, 103.000 millones. Estos datos aparecieron en un artículo de Bloomberg News el 31 de julio de 2014, que comentaba el estudio presentado al Congreso norteamericano por John Sopko el día anterior.
La diferencia de precio no es tanta como la otra: Afganistán sigue destruido después de la intervención militar extranjera del 2001; Europa tuvo su mayor crecimiento económico en los años del PM (1948-1952).
Sin duda, se trataba de dos situaciones muy diferentes: los países devastados por la Segunda Guerra Mundial habían alcanzado un alto grado de desarrollo económico y político, y con los dólares enviados por los Estados Unidos, pudieron recuperar su antiguo bienestar. Por lo contrario, Afganistán era un país rural y atrasado antes de recibir los bombardeos de octubre del 2001, que no cambió en lo básico cuando, después de su destrucción, comenzó su reconstrucción con fondos internacionales.
Los gobiernos europeos de la posguerra tenían un control real de sus territorios, pero no los afganos: al presidente se lo llama el intendente de Kabul, porque apenas manda en la capital del país.
En el interior, el poder real lo tienen los jefes locales: ellos aceptan, rechazan o se embolsan la ayuda internacional; pueden tragarse uno, dos o tres Planes Marshall.
Sin embargo, no son los únicos atorrantes: las empresas privadas que tratan con ellos tampoco tienen dientes de leche.
A la hora del peculado, no hay que contraponer a los nativos bárbaros frente a los civilizados occidentales, que no pueden tirar la primera piedra (bombas ya han tirado muchas). Quitando la corrupción, lo que está mal es el criterio con que se encaró el asunto.
Cuando se trazó el PM se tenía presente la experiencia de la depresión de 1930, que mostró la incapacidad del mercado para asegurar la prosperidad económica.
La depresión se superó cuando el presidente norteamericano Franklin Roosevelt, con su programa del New Deal, activó la economía construyendo grandes obras de infraestructura y ayudando a los desempleados; su sucesor, Harry Truman, siguió esa política, opuesta a la tradicional del laisser faire (dejar hacer).
Con el PM, Truman subsidió a los gobiernos europeos, que a su vez subvencionaron a las empresas para permitir la reconstrucción de posguerra. Eso era intervencionismo estatal, que a los neoliberales como Ludwig von Mises le parecían un horror.
Mises y los de su escuela se impusieron a partir de 1980; el neoliberalismo se impuso. Para los neoliberales, el Estado no debe intervenir, debe limitarse a dejar que la economía marche sola: de ese modo, habrá mayor riqueza y, a la larga, todos estarán mejor. Como no interviene, le cede el lugar a la empresa privada, más eficiente y, sobre esta base, se organizó la ayuda a Afganistán: permitiendo que las empresas privadas se enriquezcan, se favorecerá al país. Flaco favor le han hecho con la mística del libre mercado.