Italia demanda al Paraguay por una deuda inexistente: la urdida por ciertas empresas europeas con Gustavo Gramont Berres, condenado por la estafa. A la Cancillería paraguaya le parece que está bien; a mí me parece una berlusconada, una barrabasada digna del inefable Mario Berlusconi.
La demanda se presentó en los Estados Unidos, que no tiene jurisdicción, pero no importa porque sirve como medida de presión. Era la práctica habitual del siglo XIX, en tiempos del colonialismo, repudiado por la Carta de las Naciones Unidas y que se pretende restablecer.
Nuestro primer encuentro con la justicia internacional se dio en 1859, cuando desembarcó en Asunción el juez norteamericano James Bowlin, apoyado por una flota de guerra, original jurisprudencia. Un promotor de la invasión fue el ex cónsul norteamericano en el Paraguay Edward Hopkins, personaje curioso. Él había estado ante- riormente en Buenos Aires, donde se convirtió en admirador del gobernador Juan Manuel de Rosas, a quien consideraba una víctima del presidente Carlos Antonio López. Una estadía en el Paraguay le hizo cambiar de idea: no, la verdadera víctima no era Rosas, sino López, a quien se le ofreció para secuestrar a Rosas.
Quitando el secuestro, López agradeció esa predisposición, creyendo que ese mozo de 23 años podía serle útil si se lo controlaba y se equivocó, porque era incontrolable. De todos modos, lo nombró cónsul, y le gustó el entusiasmo con que el yanqui tomaba su trabajo. Para atraer inversionistas, Hopkins dio el ejemplo poniendo una fábrica de ladri- llos y de cigarros en el Para- guay. Don Carlos lo ayudó prestándole 11.500 pesos, o sea, 11.500 dólares, las dos monedas valían lo mismo, (una suma considerable porque la catedral de Asunción, inaugurada en 1845, costó 50.000 pesos).
Con el tiempo, el cónsul comenzó a comportarse como si él fuera el presidente y López, que no lo necesitaba como colega, lo expulsó del país. Furioso, el expulsado movió cielo y tierra en Washington, pidiendo el envío de una flota para que el bárbaro López le devolviera todo el dinero que le había hecho perder; le favoreció que, al mismo tiempo, el capitán Thomas Page también pidiera una invasión.
Page estaba indignado porque a un barco norteameri- cano, el Water Witch, lo caño- neó la batería de Itapirú por navegar en aguas territoriales paraguayas sin permiso. Y así partieron los 23 barcos de guerra con destino al Paraguay.
López no tenía muchas ganas de recibir al juez Bowlin, pero debió negociar con él. En las negociaciones, el presidente dijo que las máquinas traídas por Hopkins al Paraguay valían 12.000 pesos; que se las podía llevar de vuelta y quedarse con los 11.500 pesos prestados para cancelar la deuda. Bowlin replicó que a Hopkins se le debían 935.000 dólares (o pesos), una estimación piratesca; finalmente, se decidió someter el asunto a un tribunal arbitral norteamericano.
El 13 de agosto de 1860, el tribunal de Washington deci- dió que a Hopkins no se le de- bía nada (véase Harris Gaylord Warren, Paraguay: Revoluciones y finanzas). La extorsión de Hopkins terminó en una desgracia con suerte para el Paraguay, que no podrá tenerla siempre en tribunales internacionales que desconocen su soberanía, con criterios colonialistas del siglo XIX.