27 abr. 2025

1789-1989: De la Toma de la Bastilla a la caída del Muro

Por Gilles Bienvenu (*) |

En 1789, los parisinos destruían, hasta la última piedra, la prisión de la Bastilla, símbolo de un poder arbitrario y absoluto. Tiempo después, los revolucionarios franceses proclamaban la universalidad de ciertos derechos (“derechos del hombre y del ciudadano”) y progresivamente iban reemplazando la monarquía por un nuevo régimen -la democracia representativa- caracterizado por la separación de los poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) y la elección de las autoridades políticas en todos los niveles.

En los dos siglos que siguieron, dos corrientes políticas muy distintas se inspiraron en este legado a través del mundo:

-Una, que hacía hincapié en el objetivo democrático y ha dado origen a las democracias modernas.

-Y otra que, radicalizando la herencia igualitaria de la Revolución Francesa, emprendió una crítica de la “democracia formal” y promovió una lucha tendiente a socializar los medios de producción, con la esperanza de hacer desaparecer los antagonismos sociales. Esta corriente desembocó, principalmente, en la instauración en el Este de Europa de regímenes autoritarios donde el Estado concentraba la totalidad de los poderes de decisión económica y política.

DOS LÍNEAS. Durante todo el siglo XX, la oposición entre estas dos corrientes, nacidas ambas del pensamiento político europeo, agregó una nueva línea de fractura -el Este “socialista” y el Oeste “capitalista"- a los desequilibrios de toda índole (vinculados con factores históricos, geográficos, religiosos...) que ya existían en el mundo. Y muchos son los conflictos, incluso preexistentes, que en cierto modo se acomodaron, hasta en el vocabulario, a esta oposición “ideológica”.

Después de la Segunda Guerra Mundial, Alemania pagó un pesado tributo, primero al ser repartida entre las fuerzas de ocupación aliadas y luego dividida física, material y humanamente, por la incorporación de su parte Oriental al bloque “socialista” y su parte Occidental a la Europa democrática. Esto, debemos subrayarlo, no habría sido posible sin un acuerdo estratégico entre las potencias que resultaron victoriosas en 1945. Esta división de Alemania era tranquilizadora. Se dice que el General De Gaulle, cuando le preguntaban qué sentimientos le inspiraba Alemania, respondía con su legendario sentido del humor: “Quiero tanto a Alemania, que me encanta que haya dos”. François Mitterrand, en noviembre de 1989, no ocultó sus interrogantes acerca de las consecuencias de la reunificación alemana, tras el derrumbe extraordinariamente rápido del bloque “socialista”, que la caída del Muro había acelerado.

Veinte años después, estos interrogantes han sido barridos por los hechos. Y hoy, hasta nos parecen chocantes. La reunificación de Alemania no ha fragilizado a Europa, muy por el contrario. La Unión Europea ha salido fortalecida y ha ganado un factor adicional de legitimidad, para ofrecer a los antiguos países del Este un marco para la reunificación de Europa.

NACIONALISMOS. Por cierto, en Europa todavía hay fragilidades. El desmoronamiento del bloque “socialista” reavivó en los Balcanes, pero no sólo allí, unos nacionalismos muy cruentos. Hace poco, la cuestión de las minorías consiguió perturbar el proceso de ratificación del Tratado de Lisboa, afortunadamente sin llegar a paralizarlo. Pero en apenas 20 años, desde la caída del Muro, la Unión Europea ha sabido adaptar sus instituciones y sus procesos de decisión a una ampliación que le confiere toda su dimensión continental. ¿Quién habría pensado, incluso en la primavera de 1989, que semejante vuelco positivo, pacífico, podía ser posible?

Sin embargo, mientras que la caída del Muro de Berlín había sido celebrada por algunos como un acontecimiento precursor del fin de la Historia -por la victoria indiscutible de las democracias liberales y la economía de mercado- pronto resultó evidente que el mundo, aunque liberado del antagonismo Este-Oeste, no había conseguido superar sus contradicciones.

Peor aún: hubo quienes tuvieron la ilusión de que Occidente disponía de un modelo político-económico inigualable, que todos deberían compartir, aunque fuera por la fuerza. Este trágico error de apreciación suscitó, como contrapartida, una exacerbación de las reivindicaciones nacionales, los integrismos religiosos, y un cuestionamiento de la universalidad del modelo político y económico occidental.

DOS DÉCADAS. Veinte años después de la caída del Muro y el desplome del bloque “socialista”, los ideales contradictorios de la Revolución Francesa sufren el embate de una contestación, procedente de diversos horizontes no occidentales, que pone en tela de juicio la validez universal de esos valores que hoy ciertos sectores perciben como exclusivamente occidentales y que, para sobrevivir, deberán tomar en cuenta la diversidad cultural y religiosa del mundo.

Más allá de su inmenso impacto positivo para las mujeres y los hombres de Alemania por fin reunificada, la Caída del Muro de Berlín -al poner fin en los hechos a un afrontamiento ideológico surgido en el seno mismo de la tradición intelectual occidental- ha puesto nuevamente en movimiento al mundo en su diversidad.

La caída de los muros de la Bastilla y del muro de Berlín quedarán en la historia como dos momentos esenciales en los cuales la historia mundial tomó nuevos rumbos, hacia una concepción más amplia de la libertad.

(*) Embajador de Francia en Paraguay