08 abr. 2025

#30yearschallenge

Arnaldo Alegre

Esta democracia eternamente adolescente cumple 30 años. Y es precisamente por la falta de madurez que el desafío de hacer la comparación de cómo se vivía antes y ahora es la excusa de los nostálgicos para perorar sobre las supuestas bondades de la dictadura.

Como lo esencial es invisible a los ojos –como ya lo eternizó El Principito– es difícil hacerles entender a estos y a los incautos que les hacen eco que el mayor aporte que dejó el golpe del 2 y 3 de febrero de 1989 es la libertad.

Valor este que –por la infranqueable estupidez humana– solamente se suele apreciar cuando se lo pierde.

Las generaciones que sufrieron la pesada noche de la tiranía (por cierto sin siquiera hacer algún tipo de oposición, tan solo mascullando el desprecio hacia los adulones y paniaguados del régimen) saben lo que fue padecer el autoritarismo.

También hay que decir que muchos de los que pasaron esos años sin arte ni parte en el gobierno confunden, y donde había temor, ven respeto; donde había terror, ven tranquilidad.

Tampoco las generaciones post 89 pueden alegar ignorancia de los años duros como atajo para salir a desear a diestra y siniestra –más lo último– el regreso de la mano dura.

La persistencia de la tara autoritaria obedece a que jamás hubo un verdadero revisionismo histórico profundo, y sobre todo con afán educativo. Más allá de algún robo poco justiciero de los generales triunfadores no se recuperaron nunca los bienes malhabidos de los stronistas. Estos se mimetizaron y calladitos gozaron de los millones espoliados por ellos o sus familiares. Esa es la triste realidad.

La democracia paraguaya adolece de imperfecciones y muchas son muy básicas. Corre el peligro de convertirse solamente en un ejercicio rutinario de elecciones entre los menos peores.

El Poder Judicial y el Ministerio Público, en la mayoría de los casos, son un remedo ofertados al mejor postor. El Poder Legislativo, en gran medida, es una cueva de oportunistas, delincuentes con poder y estafadores varios. El Poder Ejecutivo, en tanto, es una seguidilla de proyectos casi siempre inconexos (hay alguna coherencia como la macroeconomía, que nos volvió irónicamente un país pobre pero con dinero en el banco), cuyas prioridades cambian con cada nuevo presidente. En general, la clase política es inconsciente de su deber histórico.

Pese a todo ello somos libres y depende de nosotros el cambio. Antes no teníamos ni siquiera esa posibilidad.