En este tiempo de conversión que es la Cuaresma, la Iglesia nos invita a contemplar una escena del evangelio de Juan en la que unos hombres expertos en interpretación de la ley le preguntan a Jesús qué deben hacer con una mujer sorprendida en adulterio, un pecado que la ley de Moisés castiga con lapidación.
La pregunta que hacen a Jesús le plantea un dilema difícil de resolver. Debe optar entre atenerse a la justicia y dictar sentencia de muerte, o violar la ley. La escena es profundamente dramática. La vida de aquella mujer depende de la decisión de Jesús, pero también está en juego la propia vida de Jesús, que puede ser acusado de incitar a una grave transgresión de lo mandado, restando importancia ante los ojos de todo el pueblo a los preceptos de la ley divina.
Aquellos personajes fingen tener una deferencia con Jesús, reconociendo aparentemente su autoridad moral, para atraparlo en sus palabras y luego juzgarlo duramente por ellas. Pero el maestro desenmascara su hipocresía, con calma, sin alterarse. Mientras los escucha, se pone a escribir con su dedo en el suelo. Este gesto muestra a Cristo como el Legislador divino, ya que, según dice la Escritura, Dios escribió la ley con su dedo en unas tablas de piedra. Jesús es el Legislador, es la Justicia en persona.
Jesús no viola la ley, pero no quiere que se pierda lo que Él estaba buscando, porque había venido a salvar lo que estaba perdido. Su sentencia es justa e inapelable: “El que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero”. “Mirad qué respuesta tan llena de justicia, de mansedumbre y de verdad –comenta admirado San Agustín–. ¡Oh verdadera contestación de la Sabiduría! Lo habéis oído: “Cúmplase la Ley, que sea apedreada la adúltera”. Pero, ¿cómo pueden cumplir la Ley y castigar a aquella mujer unos pecadores? Mírese cada uno a sí mismo, entre en su interior y póngase en presencia del tribunal de su corazón y de su conciencia, y se verá obligado a confesarse pecador”. Como explica Benedicto XVI, las palabras de Jesús “están llenas de la fuerza de la verdad, que desarma, que derriba el muro de la hipocresía y abre las conciencias a una justicia mayor, la del amor, en la que consiste el cumplimiento pleno de todo precepto”.
En ningún momento salen de su boca palabras de condena, sino de perdón y misericordia, con suavidad que invita a convertirse. Dios no quiere el pecado y sufre por él, tiene paciencia y es compasivo.
Jesús no quiere nunca el mal. Solo desea el bien y la vida. Por eso, con su gran misericordia, instituyó el sacramento de la Reconciliación para que nadie se pierda, sino al contrario, para que todos podamos encontrar el perdón que necesitamos, por grandes que hayan sido nuestras faltas. “No olvidemos esta palabra del papa Francisco: –Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca”.
(Frases extractadas de https://opusdei.org)