El sábado se cumplieron siete años del día en que once campesinos y seis policías murieron en un tiroteo, durante un desalojo ilegal en un inmueble en litigio entre el Estado y una empresa privada en Curuguaty. El episodio no solo tumbó un presidente y modificó drásticamente el curso del país, sino cambió para siempre la vida de más de una centena de personas directamente involucradas en todo lo que ocurrió: Esposas quedaron viudas, hijos huérfanos y proyectos de vida truncados para siempre. Para estas personas, no hay reparación que restituya plenamente lo que perdieron y la justicia es la única esperanza de, por lo menos, alcanzar cierta paz.
La Fiscalía tomó una decisión institucional ni bien ocurrió la matanza: Enfocarse exclusivamente en la muerte de los policías y dar por hecho que los campesinos murieron por los disparos de los policías que reaccionaron en legítima defensa. A pesar de las denuncias y los indicios de que varios de ellos fueron en realidad ejecutados después del enfrentamiento inicial, el Ministerio Público se apegó a su historia y, con el aval de varios jueces, llevó a juicio a un grupo de campesinos. La investigación nunca pudo determinar quién mató a quién o siquiera quién intentó matar a quién, pero de todas formas la Fiscalía logró la condena que deseaba y el fallo se ratificó en segunda instancia.
Fue finalmente la Sala Penal de la Corte Suprema –que tuvo que ser integrada por camaristas ante la inhibición masiva de ministros de Corte– la que frenó las intenciones de la Fiscalía y de un importante sector de la clase política que pretendía convertir a los acusados en los chivos expiatorios del caso.
La liberación y el sobreseimiento de los campesinos no quedarían sin consecuencias: Dos de los tres camaristas que firmaron la sentencia fueron denunciados por la propia Fiscalía ante el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados. Uno de ellos, Arnaldo Martínez Prieto, planteó una inconstitucionalidad para suspender el proceso pero en seis meses la Corte Suprema no movió un dedo para siquiera atender el caso. El magistrado terminó renunciando, cansado de la falta de apoyo de la Corte a los magistrados.
Aún es muy pronto para saber cuáles serán los efectos de la renuncia de Martínez Prieto. El mensaje para los jueces de todo el país es claro. Es el mismo mensaje que tuvo la destitución del juez Gustavo Bonzi por sobreseer por falta de pruebas a 14 personas acusadas de ser parte del EPP. Es la lógica que hace casi dos décadas se adueñó del sistema penal: A los jueces se los destituye por liberar a presos, nunca por condenar a inocentes. Es la misma lógica que nos convirtió en uno de los países con los índices más altos de presos sin condenas en todo el mundo.
En contrapartida, la Fiscalía también corrió con una suerte similar. Días atrás, la Corte Suprema de Justicia decidió no confirmar en el cargo a Jalil Rachid, el fiscal que lideró la investigación de la matanza. Si bien es una potestad de la Corte, son muy pocos los fiscales que no son ratificados en sus puestos una vez finalizados sus periodos. El único argumento que se pudo escuchar en la sesión en que decidieron la salida de Rachid de la Fiscalía vino del ministro Manuel Ramírez Candia, quien calificó de desprolija su actuación en el caso Curuguaty.
Tenemos entonces que más de un lustro después de la masacre, la máxima instancia judicial decidió sobreseer y liberar a los acusados y luego sacó del Ministerio Público al agente que estuvo a cargo de la investigación, que por cierto nunca recibió sanción alguna de parte del Jurado de Enjuiciamiento por las desprolijidades que la Corte sí observó.
Por todos lados la masacre de Curuguaty nos recuerda la miseria de nuestras instituciones. Una vez más, el Poder Judicial no estuvo a la altura de las circunstancias. Las tierras que motivaron todo esto siguen en disputa. Hace unos años familiares de los campesinos muertos en la matanza decidieron volver a ocupar Marina Cué, cansados de que la justicia sea un concepto tan difuso, tan inalcanzable.