Editamos una segunda parte de la carta de Francisco sobre los abusos sexuales cometidos por sacerdotes y personas consagradas a menores.
“Con vergüenza y arrepentimiento, como comunidad eclesial, asumimos que no supimos estar donde teníamos que estar, que no actuamos a tiempo reconociendo la magnitud y la gravedad del daño que se estaba causando en tantas vidas.
Hemos descuidado y abandonado a los pequeños. Hago mías las palabras del entonces cardenal Ratzinger cuando, en el viacrucis escrito para el Viernes Santo del 2005, se unió al grito de dolor de tantas víctimas y, clamando, decía: «¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ...
La magnitud y gravedad de los acontecimientos exige asumir este hecho de manera global y comunitaria. Si bien es importante y necesario en todo camino de conversión tomar conocimiento de lo sucedido, esto en sí mismo no basta.
Hoy nos vemos desafiados como pueblo de Dios a asumir el dolor de nuestros hermanos vulnerados en su carne y en su espíritu.
Si en el pasado la omisión pudo convertirse en una forma de respuesta, hoy queremos que la solidaridad, entendida en su sentido más hondo y desafiante, se convierta en nuestro modo de hacer la historia presente y futura, en un ámbito donde los conflictos, las tensiones y especialmente las víctimas de todo tipo de abuso puedan encontrar una mano tendida que las proteja y rescate de su dolor.
Solidaridad que reclama luchar contra todo tipo de corrupción, especialmente la espiritual, porque se trata de una ceguera cómoda y autosuficiente donde todo termina pareciendo lícito...
La llamada de san Pablo a sufrir con el que sufre es el mejor antídoto contra cualquier intento de seguir reproduciendo entre nosotros las palabras de Caín: «¿Soy yo el guardián de mi hermano?»”.