16 sept. 2024

Agnes y un amor con forma de lápiz

“Yo soy solo el lápiz de Dios”, dijo una vez la famosa Madre Teresa de Calcuta, organizadora de una gran obra de fraternidad con los pobres de la India y de otras latitudes, de quien se cumplió ayer un aniversario más de fallecimiento. Como pasa con otras figuras públicas, la suya puede deformarse, ya sea por sospecha o por fantasía. Lo que es cierto es que existió hace solo unas décadas en este mundo y tuvo una vida excepcional que logró llamar la atención de los poderosos sobre los “pobres entre los pobres”, esos millones de seres humanos que viven en las “periferias del mundo”.

Si tuviéramos que ligar una palabra a su persona es la caridad, pero no esa que posa unos minutos ante la cámara o corre a ayudar unos días a aquellos que ignorará todo el resto de la vida. Esta palabra casi prohibida en un mundo descreído a fuerza de experiencias dolorosas y proliferación de ideologías contrarias a ella. Pero ¿hay alguna diferencia con la sí admitida solidaridad humana? Sin duda, el amor implica la solidaridad, porque intrínsecamente remite a la donación, a la gratuidad, al altruismo, etc., pero no todo acto solidario contempla el amor, porque a veces la actitud de quien se solidariza no es más que ego disfrazado.

En este sentido, la gran obra de Teresa de Calcuta, nombre religioso de Agnes Gonxha Bojaxhiu, recogiendo de las calles y suburbios, y cuidando a niños, enfermos, locos, menesterosos violentos, ancianos y toda clase de seres humanos marginados hasta el extremo, lleva consigo una provocación y una pregunta existencial, quizás englobada en aquella frase suya: “Ama hasta que duela”. ¿Quizás haya su cristianismo “envenenado” el eros o el arrebato irracional y placentero que motiva los actos amorosos, según algunos pensadores como Nietzsche? O bien, ha sido verdad que ella podía “contemplar a Cristo en los pobres” y, por tanto, su amor hacia ellos era en sí un profundo y nada proselitista acto religioso.

Su labia ingeniosa y buen humor, pero sobre todo su servicio a gente tan fuera del sistema, supo atraer a personalidades tan dispares como Lady Di, el actor Martin Sheen o el cantautor argentino Facundo Cabral, quien comentó su experiencia con la Premio Nobel de la Paz año 79, así: “Pregunté a la Madre Teresa en Calcuta: ¿Cuándo descansa?, y me dijo: ‘Descanso en el amor’. Le pregunté: ‘¿Cuál es el lugar del hombre?’, y me dijo: ‘Donde sus hermanos lo necesitan’. Le dije: ‘Nunca la escuché hablar de política’, y me dijo: ‘Yo no puedo darme el lujo de la política, una sola vez me detuve cinco minutos a escuchar a un político, y en esos cinco minutos se me murió un viejecito en Calcuta’. Una señora, impresionada por verla bañar a un leproso, le dijo: ‘Yo no bañaría a un leproso ni por un millón de dólares’, a lo que Teresa contestó: ‘Yo tampoco porque a un leproso solo se lo puede bañar por amor’”.

Es evidente de que el ágape o amor desinteresado requiere una madurez que complemente aquella chispa inicial que motiva el movimiento amoroso en el eros, el concepto predominante del amor en este tiempo, pero que no se puede reducir a simple placer porque implica riesgo y sacrificio. Esa clase de bondad expresada en obras caritativas requiere una unidad en la persona que la vive, es decir, una educación integradora que contemple todas las dimensiones personales, incluyendo la libertad y el autodominio. El amor no acaba en el sentimiento; su emotividad inicial requiere el contrapeso de la madurez y la integralidad. Es ciertamente una meta y un proceso beneficiosos para las personas, para cumplir en el actuar aquello de “obras son amores y no buenas razones”. Saber de gente como Teresa de Calcuta despierta una nostalgia en la interioridad, humaniza, creo que, en ese sentido, vale la pena proponer su biografía a los jóvenes de esta generación. Quizás necesitemos inspiraciones vitales como la de aquella monjita que encontró un camino ascendente o contemplativo que implicó también para ella recorrer el camino descendente del servicio. Tanta falta hace.

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