La lectura más acostumbrada del cuento El espejo, de Josefina Plá, sostiene que versa sobre el “conflicto interior” de su protagonista, un paralítico que vive arrumbado en la incomunicación con el mundo exterior, incluida su propia familia. Guías oficiales de estudio de literatura y castellano adhieren a esta lectura, en principio, absolutamente pertinente. Pero no es la única posible ni acaso la más sugestiva, fértil y actual.
Escrito entre los años 1962-1966, y ambientado en una no mencionada Asunción que ya registra la modernidad sonora de Los Beatles y los Rolling Stones (“las incoherencias a go-go de un mísero melenudo vocalista”); publicado en 1969 en la acertada Breve antología del cuento paraguayo, del ensayista Francisco Pérez Maricevich, ex director del Instituto Colorado de Cultura durante el stronismo, prohijado intelectual de la Plá, donde leí la historia por primera vez; incluido, finalmente, en 1981 como uno de los trece relatos del segundo volumen de cuentos de la escritora, El espejo y el canasto, estamos ante uno de los mejores relatos de la Plá y de la literatura paraguaya, dedicado no menos sugestivamente a Augusto Roa Bastos.
Aquí un innominado paralítico entrado en años, el propio amargo narrador, encuentra en el espejo de un ropero no ya a su doble y mero repetidor, sino a su único compañero posible, dialogante cotidiano y, además, oblicuo medio de comunicación con lo que hay fuera de su piecita, a través de su reflejo. Escucha también, es cierto, pero solo de vez en cuando últimamente, una vieja radio que le disgusta cada día más por tres cosas bien específicas: el bramido de los comentaristas deportivos, el rocanrol vociferante y la demagogia de los políticos. Estamos en el centro mismo de la dominación stronista: los años 60, los de la dictadura cívico-militar asentada mediante la violencia, los de la Asunción del represivo Édgar L. Ynsfrán, del Guaraní campeón de Felipe Santiago Ocampos y Arsenio Valdez, de las orquestas modernas y del bullicio nuevo de la calle Palma que fotografió tan bellamente Klaus Henning.
Nada de esto, que es la paz stronista, puede ver el paralítico ni se menciona en el cuento. He ahí la callada alegoría de la Plá: Sin ventanas, el hombre lentamente olvidado por el mundo solo puede percibirlo a la manera del personaje de la caverna de Platón: Dado vuelta, como vestigio de un universo que penetra en el suyo bajo otras formas. Ideológicamente, diría Karl Marx. Ve los movimientos de su esposa y sus hijas afectadas por las relaciones sociales, sin decir nada, pero consciente de todo hasta al menos cerca del final de su cuerpo como materia, mientras escucha el murmullo típico de las cosas supuestamente no dichas y escondidas en lo profundo de la hipocresía de las familias paraguayas.
Berta, la esposa del paralítico, ve en Braulio, el novio de su hija Celia, “el redentor de la casa”. Tiene apenas 22 años, pero en la Asunción de los 60 es un suertudo más de la era del Estado colorado, del tipo que ya abundaba en el teatro de la Plá, de Carlos Garcete o de Arturo Alsina, incluso en el periodo liberal, por lo que sería un modelo propiamente vernáculo: “Tiene un puesto bueno, auto, plata siempre en el bolsillo”. Además, promete empleo a todos. “Hasta a mí. (Un puesto en el asilo)”, se queja simpáticamente el paralítico. No le gusta Braulio: Lo dice taxativamente dos veces. No le gusta nada el nuevo millonario del stronismo, y se ve que guarda razón porque Braulio traerá la muerte a la casa. Muerte de la que, por supuesto, nadie le dirá nada a él.
El historiador Jacob Burckhardt (1818-1897) registró la tendencia a la alegoría por parte del Renacimiento italiano, muy influyente en la literatura española hasta llegar al propio León Felipe en el siglo XX. La alegoría de Josefina Plá sería la de la parálisis de un Paraguay reducido a silencio e impotencia por una dictadura casi omnipresente e invisible, la de un Paraguay condenado a mirarse en un espejo monstruoso y apócrifo. Algo de esta alegoría atroz persiste, trágicamente.