03 dic. 2024

Antiimperialismo new age

En febrero de 1987 una organización llamada Mujeres por la Democracia ofreció un agasajo en una residencia particular al embajador norteamericano Clyde Taylor, representante del presidente Ronald Reagan. El hombre había mantenido reuniones recientes con dirigentes del opositor Acuerdo Nacional, lo que había indignado al régimen de Alfredo Stroessner. Lo que más sulfuraba a la “militancia” colorada es que la actitud del embajador era profundamente decepcionante. Esperaban que el embajador de un gobierno republicano fuera menos hostil que un antecesor, Robert White, nombrado por el demócrata Jimmy Carter, que denunciaba las violaciones a los derechos humanos en nuestro país.
Lo que los stronistas, en estado de paroxismo, llamaban el “cartercomunismo” había sido substituido hacía ya unos años por el conservador Reagan, lo que motivó aquí grandes festejos, pero la visión del Gobierno estadounidense sobre el Paraguay no había cambiado. Era una dictadura demasiado vieja, pero Stroessner, también viejo, no percibía que los tiempos habían cambiado. Por eso autorizó aquella agresión irracional. Desde los terrenos vecinos, los policías que vigilaban la casa lanzaron al patio, donde decenas de personas compartían un refrigerio, granadas con gases lacrimógenos. En medio del pánico general, el embajador y su esposa tuvieron que ser rescatados por los marines de su seguridad.

Ante la protesta del Departamento de Estado, el ministro del Interior, Sabino Augusto Montanaro, respondió en tono disparatado: “Ellos podrán tener la bomba atómica, pero el general Stroessner tiene las bombas coloradas”. Menos de dos años después Stroessner iniciaba su exilio brasileño hasta su muerte en 2006 y Montanaro el suyo, en Tegucigalpa, hasta su vuelta en 2009, decrépito ya, para pasar unos días en la cárcel de Tacumbú.

El Gobierno organizó una protesta frente a la embajada norteamericana, en la avenida Mariscal López, pero fue escuálida, poco convincente. Es que los jóvenes colorados tenían poca práctica antiimperialista y se sentían raros enarbolando consignas del tipo Yankee go home.

Me acordé del episodio a raíz de la reacción sobreactuada del Gobierno de Peña ante el anuncio del embajador Marc Ostfield sobre la extensión de sanciones a una empresa tabacalera que pertenecía a Horacio Cartes.

El Gobierno paraguayo exige a los Estados Unidos una medida algo insólita en el mundo diplomático; que acelere los trámites de recambio de su embajador en nuestro país, proceso burocrático cuyo inicio se había anunciado hace pocos días. Esto suena a una semiexpulsión. Es decir, no nos animamos a tanto, pero les pedimos que apresuren su salida. Tampoco nos animamos a cuestionar demasiado la sanción comercial, pero le echamos la culpa al embajador, como si todo esto fuera una mera idea suya.

Como hace 37 años, la respuesta paraguaya raya la histeria. La peregrinación al Quincho para testimoniar la solidaridad al único líder –en la selfie de rigor, los centímetros de cercanía al mismo emiten nítidos metamensajes– contó con delegaciones de senadores, diputados, gobernadores, concejales y funcionarios de variopinto origen. Estos succionadores de medias forman parte del paisaje habitual de estos trópicos. Aquí hubo algo más.
La política de Relaciones Exteriores del Paraguay fue movilizada para defender los intereses de una empresa particular del verdadero dueño del poder. La reacción desmesurada apuntó al mensajero de la noticia, pues no nos da el cuero para enfrentarnos con quienes tomaron la decisión.

Lo grave es que la anécdota revela que las instituciones de la República están al servicio de Cartes. Una sanción comercial, que solo le afecta a él, provocó una respuesta nacional agresiva que invita a la reciprocidad, perdiendo de vista que tenemos una relación ridículamente asimétrica. Este antiimperialismo new age parece tan falso como el de 1987.

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