Los cuatro primeros días del viaje de Apolo 11 habían transcurrido como durante el entrenamiento, pero cuando apenas faltaban unos 20 minutos para el alunizaje, el 20 de julio de 1969, llegaron los problemas.
Las comunicaciones por radio con la sala de control en Houston se interrumpieron primero brevemente. Y en pleno descenso sonaron las alarmas en el módulo lunar (LEM) pilotado por Edwin Buzz Aldrin y el comandante de la misión, Neil Armstrong.
Dos horas antes, el LEM se había separado del vehículo principal, el módulo de mando, donde permaneció el tercer miembro de la tripulación de Apolo 11, Michael Collins.
“Dennos una explicación sobre la alarma del programa 1202”, exigió Armstrong. Houston pidió a sus astronautas que ignoraran esa señal. La computadora de abordo está saturada, pero los sistemas funcionan, explicó el mando de la misión.
Los cráteres lunares empezaron a desfilar a toda velocidad ante el módulo. Demasiado rápido, según comprobó el comandante, que entendió que el módulo iba a alejarse varios kilómetros de la zona de alunizaje prevista.
Armstrong tomó entonces el control manual de la nave, buscó una nueva zona mirando por la ventanilla del módulo, pero todo le parecía muy rocoso.
El nivel de carburante se reducía a toda prisa. “Quedan 30 segundos”, anunció Houston. Armstrong ya no hablaba. Ralentizó, el LEM casi dejó de avanzar y se acabó posando. “Contacto”, dijo Aldrin. Los astronautas apagaron el motor del vehículo.
“Houston, aquí la base Tranquilidad. El Eagle ha aterrizado”, anunció Armstrong.
“Los copiamos en la Tierra”, respondió el responsable de comunicaciones, Charles Duke, desde Houston. “Tenían a un montón de chicos a punto de ponerse azules. Respiramos de nuevo”.
VON BRAUN. Según los datos oficiales, 400.000 personas participaron en el programa Apolo. Pero dos fueron las encargadas de lanzarlo.
En 1961, John Fitzgerald Kennedy preguntó a su vicepresidente, Lyndon Johnson, cómo superar a los soviéticos en la carrera espacial. “Si un hombre entra en la órbita terrestre este año se llamará Iván”, lamentó el mandatario un año antes. Johnson consultó al diseñador de cohetes de la NASA, el tránsfuga nazi Wernher von Braun. El ingeniero había inventado los cohetes V2 que bombardearon Londres durante la Segunda Guerra Mundial. Hacia el final del conflicto, ofreció sus servicios a los estadounidenses, que lo llevaron junto con un centenar de sus mejores ingenieros a Alabama, fundando lo que se conoce desde entonces como Rocket City (la ciudad de los cohetes).
El alemán respondió con entusiasmo a Johnson que el envío de hombres a la Luna era el único proyecto en el que se podía derrotar a Moscú, porque ninguno de sus cohetes tenía la potencia necesaria para llegar al satélite terrestre. Ok, dijo Kennedy.
Ocho años después, Richard Nixon estaba al frente de EEUU. Para anticipar una posible tragedia, el mandatario hizo preparar un homenaje: “El destino dictó que los hombres que fueron a explorar la Luna en paz, descansarán en la Luna en paz”.
Pero el enorme esfuerzo nacional dio sus frutos. Todo fue muy rápido, gracias a los fondos aprobados por el Congreso. Se lanzaron cuatro misiones Apolo exploratorias entre octubre de 1968 y mayo de 1969. En diciembre de 1968, se eligió a Armstrong como comandante de la undécima misión Apolo, con lo que eso conllevaba: sería el primer hombre en pisar la Luna.
Cuando el enorme cohete de Von Braun despegó con la cápsula de Apolo 11 en su cima el miércoles 16 de julio de 1969, un millón de personas asistieron al espectáculo desde las playas de Florida, cerca de Cabo Cañaveral. Pero muchos dudaban que los hombres lograrían su objetivo.
“Nos daban al menos un 90% de posibilidades de regresar con vida y un 50% de conseguir alunizar”, dijo Armstrong tras la misión.