El Diccionario de la Real Academia Española define la arbitrariedad como la “cualidad de arbitrario” y el adjetivo arbitrario como “sujeto a la libre voluntad o al capricho antes que a la ley o a la razón”. La historia del constitucionalismo y del tipo de régimen político, bajo el cual convivimos, la democracia representativa es la síntesis de la lucha de la razón y la justicia vs. la arbitrariedad.
Convivimos socialmente y aceptamos someternos a un Estado de derecho porque es el escenario que nos brinda mayores garantías frente al ejercicio de poder discrecional, arbitrario y sin límites, propios de un régimen despótico.
La constitución paraguaya de 1992 recoge estos principios y se ocupa con énfasis de un aspecto particular: Desconcentrar el poder y establecer límites y controles cruzados. El antecedente, en aquel momento, constituía las 3 décadas de autocracia stronista.
A inicios de la transición, había un consenso mayoritario sobre la necesidad de democracia que encontraba unidos a liberales, colorados, febreristas, demócrata cristianos, etc. Luego, el posterior pacto de gobernabilidad fue un reflejo de esa idea compartida de “distribuir espacios de poder” que garantice la mínima gobernabilidad.
A 35 años de aquel tiempo, la democracia paraguaya, en lugar de perfeccionar sus ritos y prácticas, se encuentra estancada en un régimen desdibujado, desinstitucionalizado, en el que las prácticas arbitrarias, personalistas y/o de facciones políticas se imponen por sobre postulados constitucionales y acuerdos políticos preestablecidos. No es casualidad, que desde hace años, se la ubique entre las democracias de baja calidad de la región, según mediciones internacionales como The Economist, Latinobarómetro o el Estado Global de la Democracia de IDEA Internacional.
La intención de llevar adelante (con fundamentos que no resisten un análisis riguroso) la pérdida de investidura de la senadora Kattya González, reconocida opositora al gobierno de turno, no le hace favor a la imagen que se tiene de la democracia paraguaya en el mundo, más bien, aporta elementos de sospecha que ratifican las presunciones de mala calidad de nuestro régimen político.
El cartismo –y “opositores” aliados–, impulsores de esta iniciativa, como pasó con la enmienda en 2017 hacen uso de la arbitrariedad, antes que de la razón o el derecho para satisfacer el capricho del líder del movimiento. Como todo proyecto autoritario, buscan callar voces disidentes y anular todo espacio de participación y pluralismo en la sociedad.
La decisión política, además de su arbitrariedad, es pésima y con nulo sentido de oportunidad, complica al gobierno abriendo un frente de conflicto innecesario, que genera rencor en sectores opositores y electorado; y potencia la figura de Kattya González.
La prudencia, que exige el ejercicio de poder, no figura en el manual de acción política del cartismo.