13 feb. 2025

Augusto Roa Bastos: “Todavía estoy aquí”

Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, fue publicado en 1974 cuando vivía exiliado en Buenos Aires. El presente escrito es la particular visión del escritor Mario Goloboff, amigo de Roa, presentado en la Feria del Libro de Buenos Aires.

28401794

Mario Goloboff
Escritor

Desde los comienzos, en la biblioteca del tío religioso (el obispo Hermenegildo Roa, en realidad tío de su padre, Lucio), había ido creciendo a lo largo de los años la envidiable sabiduría que Augusto Roa Bastos paseaba por el mundo, bajo una apariencia infinitamente modesta. Aquellos, siguieron la frecuentación de poetas y de narradores escritos y, sobre todo, orales, en español y guaraní, el ejercicio del periodismo, el estudio de la historia y la práctica de la política, el largo exilio que a partir de 1947 (a los treinta años, había nacido en junio de 1917) le tocó vivir en la Argentina, su prolongada estadía en Francia. Hasta el definitivo y tan ansiado retorno a su añorada tierra paraguaya, brújula y horizonte incanjeable de todos sus esfuerzos.

Esa sabiduría se prodigó en campos muy diversos de la vida, orientada siempre a la defensa de los pueblos americanos y amerindios, de nuestras lenguas y culturas, de nuestros derechos, de nuestro espacio y de nuestro futuro. En todos esos aspectos, su comportamiento fue ejemplar, sin gestos altisonantes ni lucimientos personales, como quien hace lo que debe, obedeciendo a un mandato interno, no porque esté pensando en sí mismo.

Pero donde ella se condensó (tal vez también por mandatos internos, aunque más desconocidos, más ignotos), allí donde se concentró, fue en el ejercicio de la literatura que, entre todas sus pasiones, era su pasión más absorbente y principal: La práctica poética, la ficción, la creación de mundos novelescos, a los que probablemente se proyectó en tempranas lecturas de Don Quijote de la Mancha, de Michel de Montaigne, de Blaise Pascal, de los autores norteamericanos, rusos, italianos y alemanes contemporáneos, de nuestro Jorge Luis Borges, cuyos textos conocía de memoria.

Todo ello le permitió escribir (en la mayor parte de los casos, aquí, en la Argentina), excelentes cuentos, atractivos relatos y novelas y, muy especialmente, una de las mayores obras literarias que ha dado el siglo XX, no solo, claro está, en lo que hace a América Latina sino, por lo que conozco, al menos de Occidente. Me refiero a Yo el Supremo, publicada por primera vez en Buenos Aires, en 1974, y traducida ahora a numerosas lenguas.

Una novela esencialmente paraguaya, que da cuenta de su pasado y que también se remonta al presente del autor. Escrita en una lengua española deslumbrante, trabajada, descompuesta, recompuesta y enriquecida por la lengua guaraní, pero que, como toda gran creación artística, no deja de transparentar el momento y el lugar en que la misma se realiza, aunque este referida, en apariencia, a otro lugar y a otro tiempo.

Por eso, esta obra mayor respira muy profundamente la atmósfera que vivíamos en la Argentina a principios de la década del 70, época en la cual imperaba la discusión sobre el destino de América Latina y sobre la política nacional y, acompañándolas, abundaban la circulación de los saberes, la discusión teórica, la polémica sociológica, histórica, psicoanalítica y aún semiótica y literaria, hasta sobre las formas mismas de narrar.

Augusto Roa Bastos captó como pocos ese clima cultural, y lo infundió a su novela, en la que hay innumerables trazas y huellas del presente y del pasado argentinos, de sus aspiraciones y de sus mitos. Fue, acaso, por esa vía, indirecta, simbólica, poética, que unió en muy alto grado, a través de su persona y de su obra, a nuestras culturas, a nuestros pueblos.

Los 70 eran entonces el caldo de cultivo de todas nuestras ensoñaciones: El peronismo, creciente y reivindicativo, imperaba, por un lado; las izquierdas, por el mismo lado y también por otros; los intelectuales y la fabulación teórica local, por lo común pendientes de qué sucedía en Europa, pero también fértiles, activos, altivos, desparramaban textos y saberes con generosidad inédita. El catálogo de la propia editorial que publicó Yo el Supremo, con dibujos especiales de Carlos Alonso, era una demostración del clima en que vivíamos.

Todo ello está presente y actuante en esta novela mayor: Don José Gaspar Rodríguez de Francia se dice un león herbívoro, como nuestro conocido General en tiempos de su retorno, pero arenga “conducción” y “verticalidad”; por su boca o la del “compilador” hablan Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, William Shakespeare, Blaise Pascal, Raymond Roussel, los autores del “Nouveau roman” francés, Robert Musil (el de “El hombre sin atributos” o “sin cualidades”); el Supremo imparte a su amanuense Patiño una soberbia “lección de escritura” a la que no son ajenas las lecturas argentinas, atentas y anticipadas de Claude Lévi-Strauss, Roland Barthes, Jacques Derrida; Roa crea un personaje importante de la novela, totalmente construido, “antiguo prisionero de la Bastilla”, Charles Andreu-Legard (anagrama poco oculto del verdadero nombre del profesor cátalo-francés que nos llevó a ambos a Toulouse, Jean L. Andreu, y de nuestro mítico cantor nacional): La Argentina lo había marcado, y su texto estaba contagiado de este país, de Buenos Aires, de sus reuniones de café, sus discusiones políticas, culturales, de sus mitos.

En el 11 de la rue Van Gogh, en el quartier Le Mirail, de Toulouse, moró durante todos los años que van desde 1976 hasta que se volvió al Paraguay. Vivíamos a unos quinientos metros. Le encantaba venir a ver y oír a mi hija menor, Sofía, cuando trabajaba, de chiquita y denodadamente, el violín. Estaba todavía allí cuando nos fuimos, diez años después, lamentando perder su compañía, perder los diálogos siempre enriquecedores con que me había honrado en mi casa o en la oficina de la Universidad que compartíamos, sus proyectos novelísticos que me costaba ciertamente comprender, sus enseñanzas y hasta sus silencios.

Porque también en estos se transmitía la sensibilidad a flor de piel, la preocupación humana, la reflexión ágil, profunda, la acertada inventiva, el humor fino, hiriente, veloz, que nunca le faltaba para burlarse de los demás y en especial de sí mismo. Y el constante acecho del poeta a todos los fenómenos del alma y del mundo, no para “convertir lo real en palabras” sino, como él escribió, acertada, sabiamente, para “hacer que la palabra sea real”.

******

*Según testimonia Tomás Eloy Martínez, estas son las palabras que le dice Augusto

Roa Bastos cuando lo llama por última vez en Asunción del Paraguay y ya no puede verlo.

Más contenido de esta sección
Alfredo Stroessner, hijo de un inmigrante alemán y una mujer paraguaya, gobernó Paraguay de 1954 a 1989. Fue el presidente de más largo tiempo en la historia del país y el segundo de más largo tiempo en la historia de América Latina después de Fidel Castro. El derrocamiento de Stroessner a finales del la Guerra Fría marcó el comienzo de un lento e inestable proceso de democratización. Aun así, su gobierno dejó una marca indeleble en la psique del país y su legado continúa ejerciendo una fuerte influencia en su política y su economía.
Las Ligas Agrarias Cristianas (LAC), organizaciones campesinas de Paraguay que, en las décadas del 1960 y 1970, agruparon a miles de personas se integraron con el objetivo de trabajar en la agricultura e implementaron la ayuda mutua para el sustento familiar. Sus miembros sufrieron grandes persecuciones durante la dictadura, la historia de Jejuí es una de ellas.
Tras su muerte, José Eduvigis Díaz alcanzó el estatus de primer héroe nacional, como lo demuestra el poderoso cañón que fue nombrado en su honor. Hasta ese momento, solo el Mariscal López había recibido elogios en la prensa. La elevación de Díaz como figura heroica cumplió un propósito fundamental: Servir de ejemplo e inspiración para un pueblo paraguayo que se encontraba profundamente desmoralizado en la guerra y en la posguerra. Esta situación se mantuvo hasta que el Mariscal López fue nuevamente exaltado como figura nacional en la segunda década del siglo XX.
Mientras Trump y Putin se preparan para dialogar sobre una posible paz entre Rusia y Ucrania, otros asuntos de alta importancia estratégica entran potencialmente a la mesa de negociaciones, y Rusia exhibe algunas muestras de debilidad.
Esta investigación de la historiadora Margarita Durán Estragó explora el rol del pyrague –el delator al servicio de la dictadura de Alfredo Stroessner– como pieza clave en el aparato represivo del régimen paraguayo (1954-1989). El tema resulta oportuno al recordar los 36 años del fin de la dictadura.