El reacomodo en la arena política dentro del periodo que arrancó durante el derrocamiento del dictador Alfredo Stroessner posicionó a dos archirrivales en una evolución lógica en la angurria de poder: Luis María Argaña y Lino César Oviedo, ambos con aspiraciones presidenciales en medio aún del fragor de aquella noche del 2 de febrero de 1989, cuando una nueva era emergía en el país, tutelada –eso sí– por el partido del poder.
Esa década previa a los sucesos de la plaza frente al Congreso, en que los francotiradores se ensayaban desde las azoteas cercanas hacia jóvenes y trabajadores, había sido la antesala de las polarizaciones cada vez más crispadas en la puja por los cargos más relevantes de la administración del Estado, y la repartija de los recursos públicos.
Las familias y sectores privilegiados y favorecidos durante el régimen anterior se disputaban espacios en una transición que iba aminorando paulatinamente el poder de las botas, y los grandes negociados transformaban el rostro de los protagonistas, muchos de ellos outsiders bien prendidos a los estamentos de decisión, y que veían al Estado como el gran botín a conquistar; seudoempresarios acaudalados, barones de Itaipú, vividores de la triangulación y acólitos del mandamás de turno.
Paraguay comenzaba a transitar el derrotero de la reintegración al concierto de naciones; había que avanzar en el saneamiento de las instituciones y lavar la fea imagen en torno a violación de todos los derechos hasta 1989; además de reestructurar las bases de una economía más transparente, que amainara la especulación, la doble contabilidad y el contrabando.
El enfrentamiento entre dos orientaciones adversas en el estamento del poder –el llamado neostronismo o argañismo versus el ala emergente con poder de fuego real, liderado por el general Lino Oviedo– sumió al país en idas y venidas, amenazas de reacción furibunda mediante eventuales revoluciones armadas e inestabilidad constante. El Congreso, ¡cuándo no!, fue el catalizador de las rencillas intestinas hasta que se llegó a un punto de no retorno.
En aquel marzo, hace 25 años, estaba prevista la tradicional marcha campesina. Esta reclamaba a los gobiernos mayor asistencia hacia el ámbito rural olvidado por las administraciones centrales. Se amaneció el 23 de ese mes con la noticia de un magnicidio (habían asesinado a Argaña en plena calle) y la reacción ciudadana, con apoyo de los labriegos, no tardó en hacer presencia.
Esas jornadas álgidas frente a las plazas del Congreso no conocieron parangón, posteriormente, porque se trataba de enfrentar las balas solo con el pecho de jóvenes soñadores, al tiempo de la rápida maquinación de las cúpulas para afianzar el poder de los neostronistas, a quienes les habían sido arrebatadas momentáneamente las riendas del poder, mediante la elección de Raúl Cubas para presidente, el “hermano siamés” de Oviedo, meses antes.
Al luto de las muertes le siguió la renuncia de Cubas, su exilio en Brasil y el encumbramiento de Luis González Macchi como nuevo mandatario, con tono de arreglo sombrío, para finalizar su administración con un default selectivo (cesación de pagos de algunas cuentas).
El Marzo Paraguayo fue la gran bisagra entre aquel estilo de arrebatar el poder mediante las armas y una tendencia más eufemística, traducida en la presión de grupos económicos y los arreglos bajo la mesa, con el aditivo más reciente de un afianzamiento de la narcopolítica como factor dominante en las altas decisiones.