Resulta extraña la decisión de establecer el Día del Niño como un homenaje a la Batalla de Acosta Ñu, en que niños y niñas se vieron obligados a enfrentar una situación injusta, la más injusta de todas, que es la guerra. Siempre me hizo ruido esta suerte de oxímoron de celebrar el dolor.
El escritor brasileño Julio José Chiavenato, describió a esta batalla a la que hacemos referencia como una de las más terribles en la historia militar del mundo. En Paraguay llevamos la marca del infortunio.
Hay muchas versiones de lo ocurrido en aquel 16 de agosto de 1869; una de ellas, que niños y adolescentes fueron utilizados como barrera humana, para que no avance el ejército enemigo; otras teorías afirman que la población estaba tan diezmada que no les quedó otra que pelear, en fin…
La historia nos cuenta que unos 3.500 niños, de entre 9 a 15 años –algunos incluso de menor edad–, tuvieron que empuñar las armas y vérselas contra unos 20 mil hombres. Imaginarse esa escena resulta cruel. Fue lucha desigual que terminó en una masacre. Estos precoces soldados fueron víctimas de una situación injusta y tuvieron que ponerle el pecho.
Pasaron 153 años de esta película de terror que nos marcó para siempre. Vivimos en tiempos de paz, pero para una gran cantidad de niñas, niños adolescentes, la vida sigue siendo un combate.
Datos de la Estrategia Nacional de Prevención y Erradicación del Trabajo Infantil y Protección del Trabajo Adolescente en el Paraguay, revelan que 416.425 niños, niñas y adolescentes se encuentran en situación de trabajo, teniendo que asumir responsabilidades para las cuáles no están todavía sicológicamente preparados.
Asumen el rol de un adulto. Quizás ya no son compelidos a empuñar un machete para matar, como sucedió en Acosta Ñu, pero se sigue apostando a la precocidad.
Muchos hoy van a “celebrar” su día sudando en la esquina de un semáforo: Recibiendo improperios de conductores nerviosos por el tráfico, mendigando por algunas monedas. O vendiendo mandarinas por la calle, como lo hacía Felicita Estigarribia, la niña trabajadora que fue estuprada y asesinada hace 18 años en Yaguarón, por un hombre que aún no recibió su castigo. Eso es injusto, es atroz. Sucede hoy, sucederá mañana, sucedió ayer.
Un ejército de niñas y niños no tendrá hoy siquiera su ración de chocolatada con galletitas tippy. Así como no tienen acceso a la educación, a la salud y a otros derechos básicos.
El lápiz y el papel siguen siendo un privilegio, por el que hay que guerrear. Cuántos criaditos y criaditas con sueños postergados por gente mísera, con ínfulas de patrones, que rematan su frustración en ellos.
Gente, que por codicia o por incapacidad de pagar por un trabajo ajustado a la ley, se aprovecha de los pequeños, que muchas veces, no se pueden defender, rematando por ellos o ellas sus frustraciones. Vivir a diario esa situación es una batalla cruenta, despiadada.
Deben luchar día a día para que sus voces sean escuchadas y no ignoradas. Para que respeten su integridad; para que dejen de ser vistos como seres irrelevantes, como si fueran seres descartables.
La mayoría de los que logran sobrevivir a esta rutina, ya no tienen fuerzas para estudiar y pasan a formar parte de la inflada cifra de desertores escolares.
Estos pequeños, moldeados por la mano dura de la realidad, luego crecerán, se harán adultos llevando consigo una mochila llena de rabia, impotencia y de resentimiento.
El aprendizaje no les vino de los libros sino que a través de golpes, ninguneos y una vida dura, que es la que recibieron en la escuela de la calle o sobreviviendo en casas ajenas.
Algunos lograrán ser excombatientes y podrán seguir adelante llevando sus cruces a cuestas; para otros, la batalla durará toda la vida.