Nos encontramos en una época en la que conservar la imagen personal es un factor fundamental; el “parecer” vale mucho. Es la cultura de la apariencia, como afirman algunos intelectuales. Por ello, muchos apuestan por lo políticamente correcto; aunque sea como cliché para “quedar bien” frente a los demás.
También es una época confusa, pues, la verdad como tal casi ya no interesa, da igual, incluso en algunos casos se busca negar su existencia. Todo está determinado por el “me gusta”, por los sentimientos y las emociones, más que por el uso de esa capacidad de razonar de la que todos estamos dotados, y que nos permite intuir aquello verdadero.
Somos testigos, igualmente, de un tiempo en el que la vejez, la enfermedad y la etapa final de la vida se menosprecian, disimulan o niegan. Absorbemos una cultura del descarte que permea todas las relaciones humanas y la forma de pensar y juzgar. El valor del semejante está condicionado por su utilidad y vitalidad. De la muerte, mejor no hablar.
En este contexto, el anciano papa Emérito Benedicto XVI publica una carta en la que se expone completamente, sin rodeos, dejando a un lado las apariencias y posibles imágenes que cuidar ante la opinión pública; una que no pocas veces se le ha presentado con rostro hostil.
En el escrito, habla de frente y con argumentos sobre la verdad que le toca defender y aclarar; agradece con afecto, admite errores y pide perdón con la humildad de un niño frente a su madre, y –como broche– deja en claro la conciencia de su destino: “Muy pronto me presentaré ante el juez definitivo de mi vida”.
La carta en cuestión es la que acompañó un reporte en el que Benedicto responde al informe sobre abusos en la Arquidiócesis de Múnich y Freising. La postura pública de este anciano de casi 95 años interpela o debería, de alguna manera. No se escuda, se expone con su humanidad frágil, dolor y hasta impotencia.
“En todos mis encuentros con víctimas de abusos sexuales… he percibido en sus ojos las consecuencias de una grandísima culpa y he aprendido a entender que nosotros mismos caemos dentro de esta grandísima culpa cuando la descuidamos o cuando no la afrontamos con la necesaria decisión y responsabilidad, como ha sucedido y sucede demasiadas veces”, expresa con notable sinceridad y pesar el pontífice emérito.
Este hombre, reconocido como una de las mentes más brillantes de nuestro tiempo, demuestra que la investidura, trayectoria o años no eximen a nadie de algo. Deja en claro su deseo de responder a los reclamos, sean genuinos o maliciosos, así lo ha hecho siempre; muestra que no teme defender su postura y aclarar hechos, incluso si eso implica a su edad adentrarse en un informe de más de 1.800 páginas, como fue este caso.
Más allá de las especulaciones que se pudieran hacer en su contra o los argumentos respecto al papel preponderante que tuvo su figura en diversos ámbitos, incluyendo temas sensibles y complejos, Ratzinger deja en evidencia que lo importante ante situaciones como estas no es conservar una imagen, y entonces callar o evitar polémicas o algo por el estilo, sino, más bien, ir hasta el fondo de la realidad; asumirla de frente, con el camino realizado, con sus luces y sombras, y con la serenidad que brinda la certeza de saberse amado.
Y el anciano alemán también interpela al poner delante del mundo una realidad universal, que todos preferimos evadir: la muerte. Pero lo hace con una mirada de esperanza, en base a su experiencia personal, aunque sin negar el “temor” que conlleva. “Ser cristiano me da el conocimiento y, más aún, la amistad con el juez de mi vida y me permite atravesar con confianza la oscura puerta de la muerte”.
Para alcanzar a comprender su figura, amada y también resistida, quizás valga recordar el desafío que tenemos como seres humanos en muchos casos: Aprender a mirar a fondo la realidad (persona o hecho), más allá de las imágenes o prejuicios que pudieran existir sobre ella.