Hacer un esfuerzo colectivo para abaratar un servicio es una práctica común, incluso en los países más conservadores del mundo. En Europa, casi todo el transporte público se subsidia con impuestos porque entienden que un sistema colectivo eficaz, cómodo y relativamente barato hace que la mayoría deje el auto en la casa y use el servicio público, descongestionando el tránsito y evitando la pérdida de tiempo, que en definitiva es pérdida de dinero. Es pues un subsidio, cuyo costo se compensa con una economía más eficiente que supone a la vez un mayor ingreso tributario. Negocio redondo.
En otros casos, el subsidio pretende garantizar calidad en la prestación de servicios que hacen a los derechos básicos, como el acceso a la cobertura médica y a la educación. Si el modelo funciona —y conviene aclarar que son pocos los países que consiguen hacerlo funcionar—, ese aporte colectivo se traduce en oportunidades para todos, permitiendo cierta equidad social; esto es, que los hijos de los ricos, los pobres y la clase media tengan algo más o menos parecido a una misma línea de partida en la dura competencia del mercado.
Es ingenuo suponer que alguna vez habrá equidad absoluta en la disputa por los mejores espacios para la educación, el empleo o la oportunidad de generar riqueza. La idea es que nadie quede totalmente rezagado solo porque tuvo la mala suerte de nacer en el seno de una familia pobre y sin ninguna instrucción ni contacto con el arte y las ciencias.
En este caso, ese subsidio no necesariamente parte de una cuestión altruista, sino de un hecho constatado a lo largo de la historia; que las posibilidades de que una persona alcance niveles importantes de satisfacción (llamémosle índice de felicidad) son directamente proporcionales a los niveles de satisfacción social del país donde vive. Es más fácil llegar a ser feliz en Finlandia o en Suecia que en Haití o Mozambique.
Un tercer caso de esfuerzo colectivo, destinado a un sector determinado, tiene que ver ya con la empatía misma, esa curiosa particularidad humana de vincularse emocionalmente con aquel que se encuentra en una situación de vulnerabilidad. Y allí entran los paquetes de protección a la primera infancia, a la tercera edad o a quienes se encuentran en condición de pobreza extrema. Este tercer caso es todavía más complicado de ejecutar sin que se convierta en una herramienta miserable del prebendarismo político. Y a menudo genera una peligrosa dependencia de la caridad pública.
Aterricemos en Paraguay. La pretensión de gastar cien millones de dólares en cuarenta días para subsidiar los precios de dos tipos de combustible no entra en ninguno de los casos anteriores. Es una montaña de dinero público que beneficiará a ricos, alguna clase media y puede que a unas cuantas familias pobres. No es un dinero que nos sobre; por el contrario, nos endeudaremos para conseguirlo.
Si el Gobierno anunciara que tomará semejante préstamo para transformar el horroroso sistema de transporte público o para reparar 200 escuelas públicas en ruinas o para evitar la inanición de las 300.000 personas que se encuentran en condición de extrema pobreza podríamos considerarlo. Se enmarcaría en algunos de los casos en los que el esfuerzo colectivo en beneficio de unos pocos resulta razonable.
Pero en este engendro aprobado a las apuradas por los senadores nada está claro. No sabemos quiénes serán los beneficiarios principales: ¿Los camioneros? ¿Los agroexportadores? ¿los emblemas y las estaciones de servicio? ¿El consumidor?
Dicen que el subsidio evitará que suban los demás precios de la economía: ¿En qué porcentaje? ¿Cuánta inflación supuestamente estaremos evitando? ¿Vale cien millones dólares la diferencia? ¿Qué pasará cuando se acaben los recursos si la cotización del petróleo sigue por las nubes? Nadie puede vaticinar cuándo ni cómo terminará la pesadilla desatada por Putin en Ucrania.
Cuando las dudas superan por basureada a las certezas lo que tenemos no es un subsidio, es un cachivache populista e impagable.