Están coqueteando con su propia desgracia. Con la vana autosuficiencia del torpe no reciben el mensaje y lo desprecian envanecidos por su inextinguible caradurez. Siempre se salieron con la suya, por eso no perciben la tormenta que se les avecina. La soberbia que da la impunidad puede costarles caro. No ahora, quizás mañana o en un futuro cercano, pero tarde o temprano les llegará la hora y allí los lamentos poco servirán.
Los políticos se sienten tranquilos. Recién comenzó el periodo y creen que no tienen que rendir cuentas a nadie. Salvo a los que les votaron; pero ellos, por lo general, se conforman con algún puesto público con mucha remuneración y poco trabajo. Los corruptos están tranquilos. Los fueros recientemente adquiridos les protegen de cualquier chaparrón moralizador. Para cualquier otra complicación están los amigos de la Justicia y algún que otro paniaguado para hacer contramarchas.
La estructura política paraguaya es vergonzosamente prebendaria. No hay militancia ni carisma político que valga si no es regado por las cantidades necesarias de guaraníes. Lisa y llanamente, los puestos electivos partidarios están en oferta y no hay sutilezas éticas que se impongan a la certeza de los hechos consumados.
Para acceder al Congreso los interesados deben reunir un número de votos y colocarse lo mejor posible en las listas partidarias. Después, las tristemente célebres listas sábana hacen su magia y todos los afortunados se despiertan contentitos bajo el cálido sol del poder.

En esta ecuación dejan de lado a los ciudadanos que no les votaron. Que lloren a sus abuelas, piensan. O son contreras o se plaguean en la soledad de la llanura, agregan satisfechos, creyendo que los chicos buenos no pueden hacer daño.
Como no les tienen en cuenta, los políticos mediocres o corruptos no saben cómo contrarrestar a este sector. Lo ven como islas sin capacidad de acción. No tienen nada que ofrecerles más allá de su renuncia. Allí radica el temor a una sociedad movilizada. No se puede negociar con los iracundos. Es a todo o nada.
La situación actual no se vivió nunca en ningún otro momento de esta eterna transición. El Gobierno electo –a quien se le concede en teoría una prerrogativa de 100 días de paz social a la usanza primermundista– deberá inaugurar su mandato dando soluciones al descontento que está ganando las calles.
Por el bien de la patria, esperemos que actúen con sensatez; caso contrario, la morcilla se les puede poner muy negra.