Encabezados por el chavismo venezolano y con tutoría del régimen cubano, se diseminó por casi toda América Latina el ideal del “socialismo del siglo XXI”, y se consolidó un paradigma con gobiernos afines a esta concepción torcida de la justicia social y lucha contra el imperio.
Regado con la bonanza por el comercio del petróleo y del complejo granero, gracias a los altos precios y la demanda china, la década del 2000 conoció el poder de Hugo Chávez, líder venezolano y paladín de un grupo alineado, en el que también descollaron los Kirchner en Argentina, Lula en Brasil y Correa en Ecuador, entre otros.
Se perfilaba una alternativa al capitalismo, que venía mostrando fisuras y resquebrajamiento en sus estructuras. Se enarbolaba la bandera de la justicia social, por lo menos en los discursos… la realidad terminó siendo diferente.
Como ocurre en todas las ideologías que deben transmutarse de la teoría a la realidad, por el camino “ocurrieron cosas”. En este caso, el arco político de los nombrados navegó por los mares de la corrupción, del populismo y, si bien se favoreció a más gente en el acceso a servicios públicos, no estuvieron exentos de denuncias en cada país en el manejo de la cosa pública.
La plata dulce transitaba las arcas de las naciones afines a este socialismo de corte subtropical y con los mismos pecados que caracterizan a otras variantes ideológicas, cuando de favorecer o no a la sociedad se refiere. Los fondeos eran extraordinarios para sostener el aparato burocrático de los países enrolados en la temática de descalificar al imperio, y fue esa época en la que se perdió la oportunidad de verdaderas inversiones que alcanzaran lapsos mayores a un periodo presidencial.
Para hacerlo sencillo, el panorama se traducía en pan para hoy y hambre para mañana; y se repartía el pescado en vez de enseñar a pescar; la catarata incontenible de subsidios y planes en Argentina dieron cuenta de ello, fomentó la desindustrialización y la cultura del trabajo, ya que era más fácil esperar en la casa la remesa estatal antes que esforzarse en salir adelante. Podríamos exceptuar el plan Hambre Cero de Brasil, que logró sacar de la pobreza a unas 40 millones de personas mediante la gestión de Lula, pero en definitiva ninguna política pública está alejada de manejos oscuros.
Agotado este modelo y con la consolidación de polarizaciones en casi todo el mundo, agravado por las tremendas oleadas migratorias, contracción de las economías, Covid-19 y las dos guerras desatadas entre 2022 y 2024, el escenario actual es de una recuperación de fuerzas de parte de la derecha y hasta de la ultraderecha, donde el supremacismo blanco, los discursos de odio, las polarizaciones, el proteccionismo y la banalidad política van ganando terreno en el relato y las acciones.
Algunas distopías se patentizaron en el asalto al Capitolio de fanáticos enardecidos seguidores de Donald Trump, o el ingreso violento al Congreso y Palacio de Planalto, en Brasilia, de bolsonaristas que no aceptaban el triunfo de Lula… y continuaron con la motosierra de Javier Milei en Argentina, quien había prometido descabezar a “la casta”, pero finalmente con dependencia de este espectro para seguir gobernando y favoreciéndole, en detrimento de muchas conquistas sociales que a lo largo de la historia pudieron concretarse.
El futuro inmediato es incierto, así como las circunstancias que envolverán a mediano y largo plazo a la región más desigual del planeta. La sociedad solo anhela gobernantes empáticos y que entiendan el sufrimiento de las masas populares, cuestión que ningún dirigente actual parece enarbolar.