Aunque entre el martes y el miércoles próximos no habrá ningún cambio mágico de la realidad, ninguna transformación mística de la materia, a los seres humanos nos hace bien eso de calendarizar el tiempo, de simular que está dividido en pedacitos y autoconvencernos de que el inicio de un nuevo año supone la oportunidad de empezarlo todo de nuevo, prometiéndonos otra vez no cometer los errores de siempre... o alguno distinto en el que aún no hayamos incurrido.
Aunque suene a ironía, de verdad creo que es sano –diría que hasta necesario– porque nos predispone psicológicamente y nos da la fuerza de voluntad necesaria para seguir intentándolo ¿Qué sería de nuestra especie si no contáramos, cuanto menos, con algunos miembros de la colectividad lo suficientemente porfiados y optimistas como para provocar cada cierto tiempo esos singulares saltos de calidad, esos pequeños o grandes éxitos que nos rescatan como colectividad?
Permítanme hablar de ellos. Estos individuos pueden ser de cualquier sexo, edad, nacionalidad, ideología y condición social; y su tozudez para encarar (y, probablemente, solo muy de vez en cuando superar) un escollo se puede dar tanto en los escenarios más humildes como en los más universales; desde la madre de barrio peleando a brazo partido por rescatar a una pandilla de adolescentes del ejercito de zombis del crack hasta el ingeniero genético lanzado tras las pistas de esa proteína precursora del cáncer. Desde el burócrata que realmente intenta que el verso de la política se haga carne en algún beneficio concreto para la gente (ciertamente, esos fenómenos son de los menos frecuentes, pero hay pruebas documentales de que existen o existieron) hasta ese maestro rural que se gasta parte del salario en comprar libros usados que quizás ninguno de sus alumnos lea jamás.
Deben ser uno por cada millón, o incluso menos, pero les juro que son reales. Mire a su alrededor y los encontrará. En su casa, en su barrio, en su oficina, en su club deportivo, en su parroquia. Estos notables portadores de la llama del optimismo –que no se queda en la mera actitud, que se traduce en acción (errada o acertada, fallida o exitosa)– siguen apareciendo. A menudo se pierden en el océano de tonterías y maldades que gestamos colectivamente con tanta facilidad, pero si tenemos la paciencia suficiente podremos identificar alguno.
Ellos son casi con seguridad la razón de que no hayamos tirado aún la toalla. Un motivo para creer que nuestra historia de homínidos evolucionados todavía puede tener un epilogo distinto al de los trilobites o al de los saurios. La vaga esperanza de que “humanidad” quede en el registro del planeta no como una palabra tan terrible y efímera como quienes desarrollaron el lenguaje, sino como un adjetivo positivo, altruista, de empatía con cualquier otra forma de vida. Una palabra para describir a un espécimen capaz de doblegar los mandatos de su gen egoísta, de velar no solo por su propia supervivencia.
Suena terriblemente cándido, por decir lo menos, pero con tanta comida y bebida y buenos deseos repartidos como caramelos es inevitable cargarse de cierto positivismo candoroso por estas fechas.
Por eso, a punto de agotarse la ficción del 2024, quiero brindar por ellos, por esos hombres y mujeres que, estén donde estén y se dediquen a lo que fuere, hacen lo que está a su alcance –y sin perjudicar a nadie– para que la vida de los otros sea una experiencia mejor. Optimistas a toda prueba, laburantes incansables, capaces de ver una oportunidad en el más complicado de los escenarios, dotados de una inteligencia emocional sorprendente que les permite ver en los demás talentos insospechados, audaces aventureros que logran traspasar las fronteras narcisistas de nuestros naturales intereses particularísimos.
Levanto mi copa y brindo por ellos. Como dijera el poeta, por los imprescindibles.
¡Salud! ¡Y feliz 2025!