Las urgencias del tabacalero por exorcizar el riesgo de una extradición, el miedo entendible de terminar sus días en una prisión estadounidense y sus deseos inconfesables de vengarse de quienes osaron investigarlo empujan a sus abogados y a sus empleados políticos y mediáticos a construir un discurso basado en un error de apreciación que puede ser fatal para la estabilidad del futuro gobierno.
El batallón de cortesanos y paniaguados del ex presidente construyen el discurso de la defensa sobre dos mentiras peligrosas. La primera, que la inocencia o culpabilidad de Horacio Cartes se definió en las elecciones; y la segunda, que las mayorías obtenidas por el Partido Colorado en ambas cámaras del Congreso suponen que el financista republicano goza de la aprobación de la mayoría del país.
Sobre lo primero no hay mucho que decir. Es obvio que las cuestiones jurídicas y penales no se resuelven con tribunales populares. Si fuera así muchos de los que defienden semejante aberración estarían entre los primeros en ser linchados en una plaza. Sobre lo segundo, conviene revisar los números oficiales de las elecciones recientes y empezar con el propio Horacio Cartes.
El ex mandatario ganó la presidencia de su partido con 607 mil votos, menos que los que obtuvo Santiago Peña para convertirse en el candidato presidencial republicano. El tabacalero recibió el apoyo apenas de un cuarto del total de los afiliados colorados. Por otra parte, el cartismo prácticamente empató en votos con la disidencia en la lista para el Senado, y se quedó con una candidatura menos que estos para las gobernaciones.
Así, el Partido Colorado que fue a las generales no era el de una mayoría cartista, ni mucho menos.
Pero, la mentira más grande es relacionar las mayorías conseguidas por el partido en ambas cámaras del Congreso con un supuesto apoyo abrumadoramente superior de los electores. Tal cosa nunca ocurrió. Peña ganó con alrededor de 1,3 millones de votos. El voto no colorado sumó más del millón y medio, pero se dividió entre Efraín Alegre y Payo Cubas, provocando su derrota. Así, la ANR se impuso con votos que representan apenas al 27 por ciento de los inscriptos para votar y menos de la mitad de los que votaron.
En el Senado, los colorados cosecharon también poco más de 1,3 millones de votos. La oposición, con listas divididas obtuvo un poco más, pero la dispersión licuó las chances de los partidos menores en beneficio de la única lista unificada, la de los republicanos.
Legisladores que se colaron gracias a este modelo, como el diputado Yamil Esgaib, que se considera con el poder de amenazar al fiscal general del Estado, entraron con apenas diez mil votos. Menos que independientes recién ingresados a la política como Johana Ortega, que obtuvo casi 14.000. Ni hablar de otros opositores como la ahora senadora Kattya González, que consiguió más de cien mil votos.
Los números cantan. Las mayorías coyunturales de la ANR en ambas cámaras no suponen una reivindicación política de Cartes ni su control absoluto del partido, y menos aún de la opinión pública. Es interesante ver cómo toda la gigantesca maquinaria de propaganda financiada por el tabacalero, con sus diarios, canales y radios, se queda a la postre solo con un pedazo insignificante del total de lectores, oyentes y televidentes (ráting). Eso dice más que cualquier elección. La credibilidad no se compra.
Un cartismo ensoberbecido y empujado por las urgencias del patrón arrancó una interna tempranera atacando a miembros de su propio partido, prostituyendo instituciones y nombrando impresentables en cargos de relevancia. Cartes está poniendo en riesgo la gobernabilidad de Peña incluso antes de que este asuma.
El tabacalero debería revisar la historia reciente. Cada vez que una persona o un grupo intenta monopolizar el poder en la ANR, solo consigue generar anticuerpos. Peña está a punto de entrar al Palacio de López con un termómetro como bastón de mando.