A juzgar por la política aplicada con el fin de erradicar la inseguridad, solo se escuchan desde las voces oficiales un afán de retorno al servicio militar obligatorio (SMO), además de medidas selectivas para descubrir si un joven es o no delincuente, y hasta criminalizar la pobreza, dependiendo del humor de algún alto funcionario.
Mientras tanto, la violencia crece y la criminalidad continúa orondamente, porque no se ejerce el verdadero rol público de aplicar reglas a corto, mediano y largo plazo, como debiera ser la gestión de un Estado al salvaguardar los intereses públicos tanto como los privados.
En la mayoría de los casos, las estrategias son inmediatistas, efectistas y tendientes al shock para perpetuar la espiral del miedo en la población.
La reciente intención de los órganos de seguridad de enfatizar el control en las calles a través del requerimiento de la cédula de identidad de la gente, además de verificar si uno está fuera de la ley “según la apariencia”, no hace más que seguir atizando el fuego de la desigualdad, bajo el manto de que se trataría de una alternativa válida, a fin de aminorar la inquietante incursión de los amigos de lo ajeno.
Bajo esa premisa, todo aquel que no luzca bajo cánones y estándares del buen vestir es pasible incluso de ser llevado a alguna comisaría, ya que su atuendo no es el correcto para transitar o subir a un bus. El preconcepto es que si uno viste harapos es un chespi en potencia y no precisamente alguien en busca de una changa para sobrellevar el día.
Con ese criterio, todos los pulcramente ataviados con saco y corbata que pueblan el Congreso, las binacionales o alguna institución pública serían los santos inocentes y no se les debería requerir respecto de sus eventuales fechorías (que son gestadas sobre el máximo nivel de matufias y cuantiosos recursos públicos de por medio); no debería molestárseles porque superaron el requerimiento en el estilo y las tendencias de la moda, a los ojos de la Policía Nacional.
“Mira la esencia, no las apariencias”, cantaba el renombrado dúo colombiano Aterciopelados, en los noventa. “Lo esencial es invisible a los ojos”, aportó, desde más antes, Antoine de Saint-Exupéry en El Principito, para reivindicar que no todo lo que brilla es oro... y viceversa.
Casi siempre las autoridades buscan una salida rápida y fácil ante un drama estructural, como la inseguridad ciudadana. Y todo se resume, en definitiva, a dar palos al sector que convive con la vulnerabilidad y busca salir a flote en su cotidianidad de precios cada vez más elevados, falta de oportunidades, desesperanza y círculo vicioso de la pobreza. No se niega, obviamente, que también hay avivados y oportunistas mimetizados en estos ámbitos sociales, por quienes el resto debe pagar las consecuencias.
Pero la mira telescópica está dirigida más hacia los malvivientes callejeros y los asaltantes, antes que escudriñar y perseguir a los peces gordos, muchos de los cuales incluso consiguen gráficas hasta con el presidente de la República y con el mandamás del partido de gobierno. Con la poca monta de sus incursiones, los motochorros constituyen el último eslabón de una cadena, cuyos principales responsables incluso están también mimetizados en el poder; y el engranaje alcanza a las fuerzas policiales, la Justicia y la Fiscalía, que no se salvan del cáncer de la corrupción generalizada.
En ningún órgano del Estado se gesta la idea de ir más allá de estas medidas; de nadie sale la idea de duplicar el presupuesto para educación, de tal forma que en tres o cuatro generaciones se comience a evidenciar la transformación social, para que más jóvenes tengan oportunidad de empleo y hasta aprendan a votar mejor. ¡Ah, no! Eso será patear contra la propia olla del poder. Mejor perseguir a quien se vista mal.