Me enfocaré en un aspecto curioso que solo ocurrió porque el entierro del líder del EPP, Osvaldo Villalba, se convirtió en un escándalo y atrajo la atención de la prensa.
Sin prensa los señores a los que me referiré a continuación no perderían su tiempo en indignarse. El primero de ellos es Nenecho Rodríguez, quien amenazó con echar a los indefensos sepultureros municipales y criticó “que se haya permitido que los restos de un delincuente reposen en un sitio donde descansan los héroes”.
El siguiente es el concejal patriaqueridista Álvaro Grau, quien solicitó a la Junta Municipal el retiro inmediato del féretro porque “no podemos permitir que el día de mañana terroristas y criminales vayan a peregrinar hasta el cementerio municipal de la Recoleta”.
Por último, el presidente de la Junta Municipal, Luis F. Bernal, anunció, exultante, que “buscarán la forma que terroristas como este reciban hasta en la sepultura el trato que merecen”.

Estas declaraciones tan coléricas disparan una pregunta: ¿Tienen, acaso, derecho a admisión los cementerios? No, no lo tienen. Basta con que el interesado a ingresar esté efectivamente muerto y tenga un lugar que lo albergue con las tasas correspondientes al día. El finado del que nos ocupamos cumplía con ambos requisitos. Del primero se habían encargado veinte impactos de bala, y del segundo, el panteón ofrecido por la familia de su abogada, Daisy Irala. No importa que, en vida, haya sido un asesino sanguinario. El cementerio de la Recoleta no tiene bolillas negras. No es un club social, como su vecino, el Club Centenario.
No siempre fue así. El derecho de sepultura fue una práctica histórica de exclusión por clases sociales que se extendió durante siglos. Los restos de los esclavos eran destinados a fosas comunes, campos abiertos o ríos caudalosos.
Cuando los cementerios eran administrados por la Iglesia eran camposantos y allí no eran admitidos los suicidas.
Esta disposición recién fue revocada por el Código de Derecho Canónico de 1983, promulgado por Juan Pablo II. En el Uruguay, la laicidad del Estado, una de las naves insignias de su modernidad, se inició en 1861, con un episodio histórico minúsculo que culminó con la municipalización de los cementerios.
Había fallecido en el pueblo de San José, un médico muy apreciado, católico y masón. Por esto último le fueron negados los sacramentos previos a la defunción y, por ende, la sepultura. Trasladaron sus restos a Montevideo, donde el vicario también se negó a enterrarlo.
El presidente Bernardo P. Berro, pese a ser católico practicante, ordenó su entierro, sacó del dominio de la Iglesia los camposantos y desterró al vicario. La Iglesia perdió el monopolio de los rituales de la muerte y fue el inicio de su separación del Estado.
El cementerio de la Recoleta está sujeto a la administración de la Municipalidad. No hay motivos para impedir la inhumación de las personas que cumplan con los requisitos que exige la norma. Los cambios que se hagan no pueden ser retroactivos.
Pero, además, la historia de que la tumba podría convertirse en un santuario de peregrinación de la guerrilla no es creíble. La política paraguaya nunca dio mucha importancia a los ritos post mortem. Perdimos los restos de Gaspar de Francia y no sabemos si los que están en el Panteón de los Héroes son los del Mariscal.
Ahí está el tufo de oportunismo. Si lo enterraban en silencio, no existiría la indignación de estos señores. Sin prensa, pues, no da gusto.