La crudeza les asusta a los biempensantes, gatopardistas morales que piden cambios, pero nunca intentan realmente lograrlos. Les asusta porque les obliga a dar una respuesta contundente para la cual jamás estuvieron preparados, por su eterna medianía y porque en verdad no quieren salir de la comodidad de su imaginario púlpito autoasignado de superioridad.
Fogoneado por las redes sociales, impera la jauría de lo políticamente correcto. Hay una hipersensibilidad histérica. No hay ganas de entendimiento. Solo gobierna el extremismo idiotizante. Son torquemadas anónimos exigiendo a los demás pureza, mientras que para ellos solo impera el autoperdón casi infantil.
La masa informe y casi anónima del internet es su fuerte, su escondite, su excusa. Son valientes de teclado. Fieras inmisericordes con la moral ajena, dulces mascotitas con la propia. Héroes de oropel. Revolucionarios de pacotilla que solo conocen el drama de las calles cuando bajan las ventanillas polarizadas de sus camionetas. Con una docena de retuit o likes, menos que una gota de agua en el mar inmenso de internet, creen haber entrado en el Olimpo de la verdad. Desde ahí profetizan medias verdades.
Son graciosos hasta que se vuelven insufribles. Tienen la virtud de los tibios, saben reconocer a otros como ellos y se ayuntan con una facilidad pasmosa. Lo suyo no requiere el esfuerzo de pensar por iniciativa propia. Solo basta sumarse a la moda, a lo cool. Van donde ven una mayoría circunstancial y no se salen del libreto que adoptan o se les impone. No tienen ideas distintas o dudas, solo consignas ajenas y certezas improbables. A ellas se deben circunscribirse so pena de ser desterrados.
Es la dictadura perversa de unos pocos, que no soporta ni el más mínimo escrutinio independiente. Como toda dictadura, calla sus verdaderas intenciones. Las maquilla con cierto cuidado. Roba banderas dignas y necesarias para su uso ruin.
Los medios de comunicación tienen responsabilidades éticas y morales. El compromiso de informar con la mayor independencia posible. Dando espacios a todos y mostrando todas las caras. Deben respetar el dolor de las víctimas, pero no por eso deben edulcorar la verdad. Caso contrario, estarían rindiéndose a una turba amorfa y cínica que prostituye la nobleza de una causa por su enfermo afán de protagonismo vano y, sobre todo, con ningún compromiso real de transformación. Se sueñan revolucionarios, pero son patéticos policías de la moral ajena.
El vil asesinato del fiscal Marcelo Pecci fue un golpe preciso, tenebroso. La mafia asesinó a un fiscal ligado a casos emblemáticos y con ningún reparo ético conocido. Mostró que pueden eliminar a quien quieran, hasta en su propia luna de miel.
Dejó en claro a los fiscales, a los políticos, a los amigos y a los enemigos que todos están en la línea de fuego. Si la gente honesta no gana la calle y exige cambios, si las autoridades no asumen su compromiso, si seguimos siendo ciegos, sordos y mudos, la mafia tiene ganada esta guerra.