El grafiti ocupaba toda una blanca muralla en una esquina de Luque, a plena vista de los pasajeros de los ómnibus rumbo a Asunción: Colabore con la Policía: Tortúrese. Era a principios de los años 90. Entonces, un spot oficial en la televisión impelía a la gente a que auxiliara a la fuerza de seguridad en su renovada tarea contra el crimen. Había caído hacía poco la dictadura de Stroessner, pero la cultura de la delación seguía siendo la baza ciudadana más importante de las fuerzas de seguridad. Los casos de tortura tampoco habían desaparecido, aun cuando ya no eran los presos políticos las víctimas primordiales, sino delincuentes comunes, jóvenes revoltosos, trabajadoras sexuales. Por eso, el grafiti cargaba con todo el fatídico esplendor de una ironía de tipo acaso inédita hasta entonces en el Paraguay: Autolesionarse como una muestra extrema de lo que era el evangelio del “respeto a la autoridad” que predicaba la dictadura.
Reformado tras la Constitución de 1992, el aparato de seguridad interna siguió, sin embargo, operando bajo la misma lógica del Estado policíaco del stronismo. Esto es, no solo envuelto en la arbitrariedad cotidiana y selectiva políticamente, sino también en una actividad perfeccionada al calor de sus funciones de control y expedición de documentos migratorios, a costa de la forzada defección del Ejército como grupo privilegiado de vigilancia territorial y social: La corrupción a gran escala.
Si bien la Policía participó activamente del esquema de prebendarismo propio del periodo autoritario, es durante la transición democrática que toma forma cabal como centro de corruptela indiscriminada. Sus elementos hacen parte entonces, por ejemplo, del tráfico ilegal de automotores, del contrabando de mercancías de consumo básico, de la trata de personas y de la extorsión del ciudadano de a pie. No tardarían en sumarse directamente como cuadros de las estructuras del crimen organizado, de los carteles de la droga nacidos y desarrollados dentro de la esfera militar en las últimas dos décadas de la dictadura, bajo la jurisdicción de los altos mandos castrenses, como el después mandatario Andrés Rodríguez y, un aspirante a sucederlo, Lino Oviedo.
Ahora asistimos a la profunda podredumbre de este sistema policial esencialmente colorado, de mentalidad stronista. De hecho, sucesivos informes elaborados en las últimas dos décadas por parte de instituciones oficiales de los Estados Unidos de América –como la USAID, que financia programas enteros e influencia en su reforma– insisten en el carácter absolutamente podrido de la Policía Nacional.
Durante los recientes años pandémicos, la elevación del nivel extorsivo de la institución policial, en todos sus estamentos, fue visible y ejemplarizante: oficiales cazando personas solitarias en la noche, armando funestas barreras en las rutas contra extranjeros incautos, apoderándose de dinero en procedimientos para después repartirlos con comisarios de barriga prominente y voracidad manifiesta por lo ajeno.
Últimamente, a estas trapisondas consabidas del policíaco Paraguay colo’o hay que agregar (con mayor trascendencia pública en estos días) la machista violencia de género de parte de oficiales en el ámbito doméstico (y fuera de él), con casos de asesinatos que se relacionan, además, con una histórica debilidad por el gatillo fácil.
Por todo esto, ante el aumento de la violencia urbana (en un contexto de urgencias sociales incontestadas), cada anuncio gubernamental de una mayor presencia policial en las calles es, en realidad, el aviso de una multiplicación de la inseguridad... Después de todo, algo que heredamos del stronismo como costumbre es temer, antes que a la delincuencia avasallante, al Estado paraguayo mismo como sádico depredador. Uno que ejerce selectivamente el monopolio de la violencia, como vimos hace poco ante invasores vips y paraguayos sin techo. Por eso, en este país de paradojas, si quiere colaborar con la Policía: Tortúrese.