La cuestión es que Catalina la Grande (1729-1796), la dieciochesca, desaforada y difamada emperatriz de un vasto imperio, Rusia, solía ir de vez en cuando a zonas remotas para pasar revista superficial de cómo vivían sus súbditos y laboraban sus funcionarios. Obviamente, en la miseria vivían sus súbditos y no laboraban sus funcionarios. Pero como estos no eran tontos, sabían que (desde su mayestático paso en tren o en una carroza imperial) Catalina no se fijaría mucho en el realismo falso de unos campos bien sembrados, de unos chozas bien surtidas en los caminos, de unos vasallos bien comidos por todos lados, de la maquinaria monárquica rusa supuestamente funcionando en cualquier parte y lugar. Lo cierto era que los funcionarios mandaban pintar grandes frescos que simulaban todo aquel bienestar: Una escenografía de la vastedad zarista como una rutinaria farsa de la política.
La anécdota viene a cuento de las inauguraciones de “cascarones” de obras públicas a que es afecto no solamente el cartismo. Es lo que llamaría “coloradismo escenográfico”. No es nuevo, claro. De la pintura neoclásica de la época de la zarina, a la foto-televisión algorítmica de la era de Santiago Peña, el Autómata del Bando de los Contrabandos, el Partido Colorado tiende a la pésima teatralidad pública. Obviamente, las obras se hacen en esta parodia estatal que está por cumplir ocho décadas. Pero solo se hacen para que la patria licitatoria facture, pues no tienen por qué existir realmente los hospitales ni las rutas más que lo necesari o, consiguientemente, para que el ejército de colorados se emplee y se discipline. A estas milicias –teóricamente desarmadas tras la caída de la dictadura, aunque la expansión de la narcopolítica podría relativizar esto– el sociólogo y poeta Mauricio Schvartzman (1939-1997) denominó “peonaje de la represión”, una herencia cabal del esquema stronista de acumulación y control.
Esta conexión entre la Rusia zarista y el Paraguay colorado no es tan antojadiza, ambos feudales culturalmente, a despecho de su diferencia territorial y de otras índoles. Por eso tal vez la comedia que más representa la normalidad (tragi)cómica bajo el coloradismo es El inspector, de Nikolai Gogol (1809-1852). La volví a leer durante la pandemia, al igual que el drama Karu poka, de Julio Correa (1890-1953). Ambas son profundas críticas sociales, en tonos y lenguas muy diferentes, de la “era de la política estatal”. De cualquier manera, El inspector es una hilarante farsa sobre la burocracia zarista de un pueblo distante. A este tipo de obras suele llamársela “comedia de equivocaciones”: Una buena definición del Gobierno del Autómata, pero también es incompleta y, finalmente, inexacta. Pues si en la obra del ruso genial –donde un supuesto funcionario incógnito de San Petersburgo inspecciona la administración del alcalde y subordinados, desesperadamente atacados de autoengaño– las falsedades de las autoridades tienen un efecto de risa feroz (además crítica), los actos de inauguración falsa de Peña tienen efectos más bien devastadoramente realistas y nada cómicos; la muerte de niños. Por esto el drama de Correa es la cara final de la “democracia a la colorada”.
La lectura de estas obras de Gogol y de Correa nos proporcionan la comedia y la tragedia del Paraguay, por lo demás, histórico y no solamente colorado. Pero como está dicho tácitamente más arriba, es el Paraguay colo’o nacido tras la guerra civil de 1947 el que supura cada acto de gobierno; el coloradismo escenográfico y también represivo. Entre Gogol y Correa, este es el único que tiene una receta que puede escapar de la obra literaria y convertirse en política realista: La rebelión.