13 oct. 2024

Cómo mueren las democracias

Aunque nunca se puede estar del todo seguro, hoy es difícil imaginar un golpe de Estado en Latinoamérica. Eso no significa, sin embargo, que las democracias estén garantizadas. Tras un repaso rápido de casos notables que van desde la génesis de la dictadura de Pinochet y la irrupción de Chávez en Venezuela hasta el desgaste constitucional en Turquía de la mano de Erdogan, dos eminentes profesores de Harvard, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, describen en su libro Cómo mueren las democracias el itinerario que trazan los gobiernos autoritarios para debilitar y finalmente acabar con el mismo modelo de libertades y tolerancia que les permitió llegar al poder. Resulta particularmente perturbador descubrir en sus textos coincidencias notables con la agenda que hoy lleva adelante el oficialismo colorado.

En todos los casos citados por Levitsky y Ziblatt, se repiten, en condiciones más o menos parecidas, determinados hechos. Los gobiernos autoritarios llegan al poder esgrimiendo campañas de gran virulencia verbal, acusando a sus contendientes de responder a agendas ocultas, de ser agentes de gobiernos extranjeros o de conspirar contra la soberanía local. Para Chávez, eran cipayos que respondían al imperio; para Fujimori, cómplices comunistas de la guerrilla. La contienda se presenta así casi como una guerra de exterminio, destruyendo cualquier posibilidad de tolerancia tras los comicios.

Otro elemento común es que los gobiernos autoritarios no toleran las restricciones al poder que contempla el modelo democrático. Buscan indefectiblemente cambiar las reglas. Primero, intentan neutralizar a la disidencia, sobornándola mediante el reparto de canonjías, o sacándola del juego con leyes represivas o cooptando a los árbitros naturales que son quienes integran el aparato judicial. Una vez que tienen el control de los aparatos legislativo y judicial modifican el marco legal para consolidarse en el poder y debilitar aún más cualquier forma de resistencia; eso incluye a la sociedad civil y, en especial, a la prensa.

Es notable el derrotero que registra el cartismo. El oficialismo colorado no obtuvo mayorías propias en el Congreso; es más, si la disidencia republicana y los legisladores opositores hubieran hecho causa común, tendrían el Senado bajo su control. Pero el cartismo compró con pasmosa facilidad a la mayor parte de esa disidencia, a un sector desvergonzado del liberalismo y a casi todos los impresentables que metió Payo Cubas. En consecuencia, la actual constitución del Congreso no refleja lo que votó el electorado.

Luego de rentar esas mayorías, el oficialismo expulsó del Congreso –sin ningún argumento y violando su propio reglamento interno– a una de las pocas figuras de la oposición que le generaba molestias por sus denuncias constantes sobre el latrocinio republicano, la senadora Kattya González.

Esta demostración de fuerza grosera e inconstitucional tenía por objetivo no solo deshacerse de la legisladora, también enviar un mensaje a los demás opositores que no bajaran el tono de sus críticas. Paralelamente, el cartismo se aseguró de convertir su mayoría rentada en el Congreso en mayorías absolutas en el Consejo de la Magistratura y el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados. Así controla la entrada y salida de jueces y fiscales del sistema. Su última jugada fue asegurarse de que el grueso de los fiscales adjuntos fuera afín a su grupo. Ya tienen en la bolsa a los árbitros.

Ahora sancionaron una ley para intentar controlar a las organizaciones de la sociedad civil y, si no pueden hacerlo, tener información suficiente como para montar campañas de difamación contra quienes las integren o colaboren con ellas. El próximo objetivo es debilitar a los sectores empresariales que sostienen a la prensa crítica. Para eso crearon la comisión garrote, integrada por otro lote de impresentables. Toda la operación es calcada de los inicios de Putin en Rusia y de la Venezuela de Maduro.

Como lo advierten Levitsky y Ziblatt, hoy no hay asonadas militares; las democracias se degradan lentamente y desde adentro, cuando los mismos partidos que deberían sostenerlas dejan de ser una herramienta de contención para los autoritarios y se convierten, por el contrario, en un instrumento letal para potenciar sus veleidades y cercenar las libertades públicas.

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