Las manifestaciones públicas y las protestas pacíficas son herramientas útiles y necesarias. Frente a las autoridades de turno, ante el poder político o de cualquier otra índole, será siempre importante y válido contar con mecanismos legales y reales que permitan a la gente expresar su aprobación o rechazo; exponer su forma de pensar, dar a conocer sus necesidades, exigir justicia, plantear propuestas, etc. Es por ello que la libertad de expresión en sus diferentes niveles y alcances es uno de los principios vitales y fundamentales para el ser humano.
Sin embargo, hay que reconocer que, como en toda expresión humana, también existen abusos y desbordes a la hora de hacer uso de esta herramienta. Y el problema surge cuando los objetivos genuinos comienzan a distorsionarse, ya sea por motivos políticos electorales, ambiciones personalistas, influencias de grupos fácticos de poder, etc.
Es lo que ocurre cuando las movilizaciones, o en nuestro caso coyuntural, los bloqueos de rutas, pasan de ser un mecanismo de presión para alcanzar soluciones o posibles salidas a convertirse en un sistema de poder cerrado. Entonces, olvida y hasta violenta el derecho de terceros.
Los bloqueos de rutas en protesta por la excesiva suba de combustibles es algo entendible, justificable y necesario, hasta un cierto punto. Pero las movilizaciones deben tener al diálogo constante como su centro; el reconocimiento de logros como parte del proceso, apuntando a negociaciones racionales y realistas, en donde no se buscan ganadores o derrotados, sino partes satisfechas, el beneficio de la mayoría.
Cuando una movilización comienza a provocar la escasez de alimentos, la suspensión de los viajes de mediana y larga distancia perjudicando diariamente a un promedio de 7 mil personas y dejando sin sustento a unos 1.500 trabajadores en forma directa; cuando mujeres, niños y hasta ancianos deben realizar un trasbordo en horas de la noche en plena ruta, caminando hasta otro bus que les haga llegar a destino, como ocurrió esta semana; cuando toneladas de carne u otros productos corren el riesgo de terminar pudriéndose debido a los bloqueos; cuando esto ocurre, es momento de replantear las cosas, analizar objetivos y estrategias.
El respeto por el semejante debe ser prioridad y no solo ver a este como “víctima colateral secundaria” y sin importancia. Hay cuestiones de salud, de trabajo, familiares, de por medio, y son cuestiones sensibles que hay que respetar.
Está claro que una reducción de combustible beneficia a todos. Pero también hay que tener en claro que un país paralizado no es la salida. Bloquear la producción es empeorar la situación en medio de la delicada situación económica en la que se encuentran Paraguay y el mundo.
Por otro lado, esta situación trae a colación la urgencia de la ejecución de una política energética nacional, que permita aprovechar recursos alternativos, como la energía eléctrica. Está bien reclamar, pero sin perder de vista los márgenes de racionalidad que exige este tipo de puja.
La Constitución garantiza que las personas puedan desplazarse libremente por todo el territorio nacional sin necesidad de contar con ningún tipo de permiso especial, ni siquiera de aquellos que bloquean el paso por una causa noble.
En este contexto de protestas por los combustibles urge agotar hasta el máximo las instancias de diálogo honesto, aquel que exige reconocer los avances, valorar cada gesto de las partes y buscar una mirada integral en cada decisión.
Toda crisis es posibilidad de cambio, y en muchos casos, estos son resultados de presiones. Pero es necesario evitar el caos como mecanismo de transformación. Al final no se construye y todos terminamos perdiendo. Son los poderosos, los que tejen a ocultas los hilos del poder, los que más se benefician en río revuelto.
Construir con el diálogo y el respeto no es cosa fácil; se debe aprender a ceder, pero siempre será el único camino de verdadera y honesta transformación. La violencia, en sus diferentes formas, impide reconocer el valor del otro y hasta el atisbo de verdad que plantea.