En los atardeceres, guardias de seguridad comparten el viaje en bus hacia el trabajo nocturno con marineros rumbo a Sajonia, silenciosos en su vuelta a la conscripción. En las horas inmediatamente anteriores a la medianoche, durante el regreso a casa de este cronista, el ómnibus se llena de mujeres en la estación de la Plaza Infante Rivarola de Villa Morra —la antigua estación del tranvía asunceno número 9— o en la de Paseo La Galería; de locuaces vendedoras de los centros comerciales, de cocineras solitarias, de expendedoras de combustible y cobradoras de los shops.
A cualquier hora, algún trabajador de este medio o de Abc Color, cuyas oficinas están en el centro, va o viene sentado o parado entre globos de cumpleaños infantiles y padres que regresan a sus hijos junto a las madres, a veces visiblemente rezagados y algo ebrios tras las horas convenidas del fin de semana. Se mezclan, a veces, con la ida o la vuelta de los hinchas de fútbol.
Este cronista vio en la tarde del domingo pasado cómo uno del Olimpia obligó a un joven, que viajaba al lado de su sorprendida madre, que entregara el asiento a una indignada señora que, segundos antes, había fustigado a una muchacha y un muchacho que indolentes “afilaban” —fue su expresión— sentados en los reservados de la primera fila.
Los trabajadores dominicales, hombres y mujeres, tienen casi siempre una estampa taciturna de traspasados súbitamente de la vida familiar a la vida burocrática, maquinal; seres arrancados del calor de la mesa, levemente satisfechos todavía, pero vencidos al final de la jornada por el cansancio, acurrucados en los asientos o enfocados en las pantallas de sus teléfonos: viendo sonoros videos que todos pueden escuchar mientras no estén, a su vez, conectados a sus auriculares.
Desde hace unos años, las mujeres son mayoría en los colectivos, como trabajadoras y como estudiantes. Este es un verdadero hecho histórico que entraña cuestiones sociales más profundas: su dominio de este ámbito público antes vedado. Los hombres andan cada vez más en motos: últimamente sobre las veredas, en las horas apretadas, caóticas.
El dato de las mujeres coincide con un hecho de potente influencia cultural en las ciudades de la Gran Asunción: su independencia económica y educativa es manifiesta y fundacional de una actitud que desafía (y desafiará todavía más) los roles tradicionales, con efectos de violencia ejercida sobre estas mujeres trabajadoras y autónomas.
Estos cambios sociales resultan reveladores analizados en la música popular. En el breve estudio del sociólogo Roberto L. Céspedes, “De Serenata (1950) a Bandida (2007). Conflictivas imágenes de la mujer paraguaya en el cancionero”, se ve que dos importantes factores relativos a la evolución de los imaginarios de la mujer en la música popular —escrita por varones heterosexuales— tienen que ver con el cambio paradigmático de las mujeres en la economía y la educación: hay mayores niveles de instrucción y de crecimiento de la tasa económica entre las mujeres que entre los hombres.
Este crecimiento trae un cambio de las imágenes masculinas sobre la mujer, que fueron de la idealización virginal a la franca degradación: de encarcelada virgen a puta libérrima. Más aún cuando el factor clave en los cambios sociales y en su correlato artístico (masculino), según Céspedes, es la evolución de la sexualidad femenina a partir de las modificaciones sociales y culturales.
Entre la Serenata, de Epifanio Méndez Fleitas, y la Bandida, de Kchiporros, se pasó “de la modelo a la anti-modelo”: de la conservadora domesticidad de 1950 a la independencia intelectual, económica y sexual de este nuevo siglo, pululante en las aulas y los colectivos, de lunes a domingos.