En los 90 cuando tuve la oportunidad de estudiar en España, me encantaba ir a los estrenos de cine. Un sábado de noche, en Madrid, acudí entusiasmada a ver una película que venía esperando hacía tiempo. Al llegar, me encontré con una larga fila de gente y como la sala tiene un número determinado de butacas habilitadas, iba a resultar difícil lograr el pase.
No dispuesta a darme por vencida, observé a las personas que esperaban alcanzar la taquilla, y elegí a una pareja de chicos muy jóvenes. Me acerqué a ellos, les expliqué que era mi único día libre y que quería ver la película. Les pedí en voz baja si podían comprarme la entrada.
Tanto la muchacha como el chico me miraron desconcertados y entre los dos comenzaron a increparme, indignados: que cómo se me ocurre saltarme la fila, que las otras personas también estaban aguardando su turno, y si no me avergonzaba pedirles algo así.
Jamás me sentí tan expuesta, tan mal. Otras personas escucharon cómo me reprocharon esos chicos, y también me miraron como bicho raro. Por supuesto, además de ruborizarme, me sentí como el chico que arrojó la pelota contra los cristales de la ventana, a sabiendas de las consecuencias que esto podía traer. Volví al final de la fila. Sentí el peso del control social.
Nunca olvidaré este fiasco. Dos adolescentes me dieron una gran lección que volví a recordarla cuando escuché decir a Bernardo Toro, filósofo y educador colombiano, que no se puede enseñar la verdad o la honestidad, si la sociedad no es honesta, y que los adultos son los que deben dar el ejemplo con sus “rutinas de valores diarios” para que aprendan los que recién llegan, que son los niños y jóvenes.
Si quienes están en etapa de aprender se nutren a diario de una rutina de malos ejemplos, de prácticas distorsionadas de la política, de la Justicia, del periodismo, del derecho, del comercio, del servicio, de la docencia o del poder. Y además, constatan que quienes están ligados al poder económico y político cometen hechos delictivos y no reciben castigo alguno, o que las instituciones públicas están organizadas para perpetuar prácticas antidemocráticas, protegidas por la opacidad y la complicidad de las autoridades de turno, difícilmente esas nuevas generaciones incorporarán valores que contribuirán a discernir lo correcto de lo incorrecto y a reclamar a quienes se saltan de las reglas escritas o tácitas. Menos aún lo harán si los adultos de la familia tampoco incorporaron valores y son propensos a tomar el camino fácil y torcido de la coima, del amiguismo, de los concursos amañados, del clientelismo y “del arreglo” con la policía, el fiscal, el juez o de ganar unas elecciones, comprando votos. Sobran los ejemplos en todos los ámbitos e instituciones.
Así que son tan reveladoras las conductas como la de la senadora colorada Gusinky que aceptó con total naturalidad ser vacunada contra el Covid, en su domicilio, consciente de que por la edad no le correspondía aún y que estaba actuando incorrectamente. Pero también el que saltaran voces que justifican el hecho y expresan con desparpajo que habrían hecho lo mismo si le dan la oportunidad de acceder a la vacuna. Este hecho muestra cómo, por un lado, desde su posición de autoridad en el Ministerio de Salud, hay gente que rompe las reglas y legitima los privilegios de algunos en detrimento al derecho de otros y, por el otro, gente que se presta a recibir un beneficio personal convirtiéndose en parte de una acción contra todo principio. Las dos puntas de una de las prácticas naturalizadas por décadas, porque no había control o no quedaban registros, o se hacía la vista gorda y se dejaba fluir impunemente todo hasta destruir gran parte del tejido moral.
Es esta cotidianidad turbia en que se van formando las nuevas generaciones, en medio de tanta inmoralidad. Pero hay una leve esperanza al final del túnel: Cada vez hay más ciudadanos que no dudarían en denunciar a quienes se saltan la fila o pretenden ignorar las reglas.