Esto puede tener su aspecto positivo, al desarrollar la capacidad de resistencia ante las adversidades, esa marca tan característica de la raza paraguaya. Somos un pueblo sufrido y acostumbrado a lidiar con el infortunio.
Pero también puede provocar aspectos nocivos como el desarrollo de la indiferencia y la resignación ante el horror, una suerte de anestesia colectiva que beneficia a un minúsculo y privilegiado sector que vive en un país de maravillas.
Hace más de cuatro años que Óscar Denis, un ex vicepresidente de la República, está con paradero desconocido tras haber sido llevado por una banda criminal que siembra terror en el Norte, en las narices de las fuerzas de seguridad.
En cualquier sociedad semejante despertaría movilizaciones y pedidos de justicia, pero la nuestra parece que ya se acostumbró e incluso normalizó la falta de resultados y la excusa que ponen las autoridades a los familiares que padecen años de calvario.
Dos años después asesinan a un fiscal que investigaba hechos vinculados al crimen organizado mientras estaba disfrutando de su luna de miel en Cartagena de Indias, Colombia. El magnicidio se llevó a cabo en el país extranjero, pero la orden se dio en Paraguay, según los investigadores. Llegaron a mencionar a un ex presidente de la República como uno de los posibles mandantes. ¡Un espanto!
¿Salieron miles de personas a la calle a exigir justicia?, no. Pese a su magnitud, estos hechos se pierden en una licuadora mediática mezclándose con hechos diarios de sicariato, narcotráfico, contrabando, corrupción política que ya sobrepasó los límites, de inseguridad en las calles, que forman un cóctel diario, que en vez de encender una alarma, funciona como antídoto contra el espanto y ya no hay espacio para la indignación.
Esta normalización de lo negativo, de la que mucha gente está poco consciente es dañina y va sepultando poco a poco la esperanza de la cura, por lo menos a manos de las generaciones venideras.
Luchar contra esta indiferencia y resignación generalizada es lo único que nos queda para no perder componentes indispensables que hacen al ser humano, que son la capacidad de indignarse y el compromiso que eso conlleva.
Nuestro pueblo es víctima de violencia, de corrupción y de ausencia del Estado. No hay medicamentos en los hospitales e inseguridad en las calles.
Pero son cosas que ya forman parte de nuestro día a día y están naturalizadas. Son pocos los que elevan sus voces –generalmente a través de las redes sociales– para expresar su disconformidad.
La apatía frente a estas situaciones que estamos viviendo solo nos llevará a la deshumanización por la ausencia de solidaridad y empatía con aquellas personas que más están padeciendo estos males.