Parafraseando el concepto de “fetichismo de la mercancía” del marxismo, podemos decir que los consumidores y consumidoras damos por hecho la existencia y disponibilidad del tomate per se, sin importar cómo llegó a nuestras cocinas, ignorando completamente las relaciones sociales de producción.
Aunque se refería más bien a las fábricas, coincide en la falsa conciencia que tiene la sociedad acerca de la mercancía y la fuerza trabajo ignorada y explotada en el proceso de producción de alimentos frescos.
Antes de llegar a los supermercados, los tomates estuvieron en vehículos transportadores, un poco antes pasaron tiempo en depósitos de vendedores mayoristas, antes de esto viajaron en camiones que los acercaron a Gran Asunción y antes estuvieron prendidos a plantas de pequeños productores.
Dónde todo empieza. En las fincas de la agricultura familiar, los productores que heredaron el trabajo por generaciones deben hacer una gran inversión en sus tierras, empezando por el manejo de suelo y compra de insumos. A veces solo alcanza para la semilla y los minerales, ya no para otras tecnologías.
Pasa que Paraguay no produce semillas propias, depende exclusivamente de la importación desde Argentina y Brasil. En temporadas de sequía estos países retienen más para su mercado local y nosotros nos vemos en figurillas. A esto se suma que los agroquímicos cotizan en dólares, apretando cada vez más el financiamiento de los horticultores.
Eso sí, tenemos semilla de soja paraguaya creada conjuntamente entre el sector privado y el Instituto Paraguayo de Tecnología Agraria.
Aunque existen varios invernaderos, que ayudan a extender la producción durante todo el año, muchos fabrican los propios tomateros de forma artesanal, de manera a reducir costos, pero la mayoría solo alcanza para una malla de media sombra e incluso una gran cantidad de agricultores todavía trabaja a cielo abierto.
Estas últimas formas de producción son muy arriesgadas porque las plantas están muy expuestas a los efectos del cambio climático, ya sea al calor extremo o a las tormentas con granizadas, que incluso destruyen los costosos invernaderos.
¿Qué hace el Estado? Como no se ocupa de los problemas estructurales, trata de poner parches muy provisorios. Para “apoyar” la producción nacional restringe el acceso a la acreditación fitosanitaria de importación en temporada de cosecha masiva, que generalmente va de mayo a diciembre, asimismo realiza ferias de pequeños productores facilitando el transporte.
Pero estas medidas no pueden tomarse como políticas públicas porque no cambian la realidad del sector productivo y tampoco de los consumidores, quienes seguimos dependiendo de la importación de hortalizas.
Hace 5 años los campesinos habían presentado una propuesta para implementar un programa nacional de horticultura, que apuntaba a la producción durante todo el año mediante infraestructura adecuada y el abastecimiento total, teniendo en cuenta que actualmente el rubro es estacional y cubre solo el 50% de la demanda. El plan contemplaba una inversión estatal de alrededor de USD 7 millones anuales durante 5 años para lograr su sostenibilidad, pero el Gobierno lo rechazó y tampoco presentó un programa alternativo.
Es el mismo sector que es constantemente ninguneado por el Gobierno, especialmente en cada marcha. Pero la evidencia derrota cualquier discurso. Por ejemplo, el Censo Agropecuario demostró que la asistencia técnica del MAG no creció en 14 años y además va reduciendo su presupuesto año tras año, dando un claro mensaje de falta de voluntad para los productores de alimentos.