Si esta teoría la trasladamos al arte, podríamos decir que la belleza, en todas sus variantes, solo logra completamente su objetivo cuando consigue despertar el espíritu crítico y generar debate en las personas, cumpliendo así uno de sus roles más importantes, como es el ayudar a crear conciencia.
Esto es lo que pensé al ver la película Argentina, 1985, que trae a la actualidad un momento clave de la historia de aquel país: Un proceso judicial histórico en el que fueron condenados los principales responsables de la dictadura que azotó desde 1976 a 1982 y dejó miles de desaparecidos; hombres y mujeres asesinados, torturados, secuestrados generando un trauma social que perdura hasta hoy, pero que muchos quieren tratar de olvidar.
Es un filme duro y a la vez maravilloso. La fotografía es tremenda, logrando con fidelidad asombrosa transportar al espectador hacia los años 80, en que se dio el conocido como el Juicio de las Juntas.
El fiscal Julio César Strassera es el protagonista de la historia y está representado por el actor Ricardo Darín.
A medida que transcurren las escenas, podemos sentir la carga pesada que pusieron sobre sus hombros: La de conseguir pruebas que puedan condenar a los personajes más poderosos de su país y esto parecía una quimera.
En un conmovedor discurso, realizando su alegato final, este fiscal fue la voz de millones de personas. Parafraseó a Dante Alighieri para referirse a los militares que estaban en el banquillo de los acusados, diciendo: “Estos son los tiranos que vivieron de sangre y de rapiña”.
“Nadie puede admitir que el secuestro, la tortura o el asesinato, constituyan hechos políticos”, dijo en otro momento, mirando a la cara a estos hombres que en algún momento se consideraron intocables.
Siendo extranjero –y confieso– ignorante de la realidad política del vecino país, igual lograron emocionarme en las 2 horas y 20 minutos que estuve frente a la pantalla y no pude evitar comparar lo que veía con nuestra propia historia.
En Paraguay vivimos una dictadura despiadada que duró 35 años, siendo la más larga de Latinoamérica, que se mantuvo mediante un fuerte aparato represivo y un sofisticado esquema de corrupción que funciona a la perfección hasta el día de hoy. Alfredo Stroessner y sus principales secuaces nunca fueron juzgados, no se tocaron sus bienes. Jamás enfrentaron a sus víctimas, sino que se escondieron bajo la falda de la impunidad.
No existió voluntad política para devolver al pueblo la autoestima perdida, de llevar un poco de paz para aquellos que sufrieron en carne propia la persecución de estos “Comendadores de la sagrada orden de la sevicia”, como los llamó Augusto Roa Bastos.
Ya que la corrupción nos dejó sin justicia, lo que resta es acudir a la memoria y recordar a las generaciones nuevas que hay errores históricos que no podemos volver a cometer.
A través de la música, del cine, del teatro, de la literatura y otras sublimes manifestaciones del arte, se puede luchar contra aquellos que la paz se obtiene con la violencia, con el autoritarismo que tanto daño nos causó como país.
Así como lo hizo Alberto Rodas poniendo melodía a la cruel historia del pequeño Adrián; como las poesías de Carmen Soler, como las historias de Gabriel Casaccia… En ellos hay mucha información; hay que acudir a esas fuentes.
Por eso es tan necesario el protagonismo del arte para ayudar a generar inquietud y dejar enseñanzas para las generaciones actuales y las que vendrán.
Creo que Argentina, 1985 cumple con esto. Por lo menos en mi cabeza hasta ahora resuena la frase dicha por el protagonista: “El sadismo no es ninguna estrategia política, es una perversión moral”.