20 oct. 2024

De por qué seguimos fracasando

Los españoles y portugueses que llegaron a América no cruzaron el océano buscando gloria para sus imperios ni evangelizar hombres y mujeres ajenos a su fe; estos fueron efectos colaterales de su odisea. Su motivación era hacerse ricos. Y con ese fin pactaron, combatieron o engatusaron a los nativos americanos para quedarse con su oro, sus tierras y, de última, con ellos mismos, como mano de obra esclava. Con ese espíritu extractivista y en el marco de notorias y vergonzosas diferencias de clase nacieron las instituciones latinoamericanas.
Los ingleses, franceses y holandeses que arribaron al norte del continente llegaron con igual codicia y las mismas miserables intenciones de rapiñar y esclavizar nativos, pero se dieron de narices con una realidad muy distinta. No había allí imperios organizados como los de los incas y los aztecas ni oro ni plata y si no conseguían comerciar con los nativos para que les facilitaran, casi por caridad, algunas provistas básicas, morirían de hambre. De hecho, las primeras expediciones tuvieron ese trágico epílogo.

Aquellos expedicionarios debieron asumir en algún momento que no les quedaba sino trocar soldados por agricultores, carpinteros y artesanos. Y esos fueron los colonos que dieron vida a las primeras aldeas del norte. Cuando los capitanes y los representantes de la Corona pretendieron establecer leyes de corte feudal a la manera de los conquistadores latinos, la mayoría de aquellos laburantes se sublevaron. A regañadientes, la élite debió aceptar un reparto más o menos equitativo de las tierras. No habría ciervos para explotar sus latifundios ni una generosa ración de nativos que les oficiara de esclavos. Los colonos serían propietarios de su propia finca. En ese marco y bajo ese revolucionario espíritu de equidad nacieron las instituciones angloamericanas.

Esto es apenas un apretado resumen de la primera parte del libro Por qué fracasan los países: Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza, de los profesores de economía Daron Acemoglu (del MIT) y James Robinson (de Harvard), ambos ganadores del Premio Nobel de Economía de este año. Acemoglu y Robinson aportan una serie de datos estadísticos sorprendentes que dan cuenta de cómo fueron evolucionando las economías de las Américas anglosajona y Latinoamericana, con una diferencia notable y creciente desde el vamos; diferencia que para ellos es la consecuencia inevitable del tipo de instituciones que forjaron en cada región.

Básicamente, las instituciones latinoamericanas perpetuaron los privilegios de la clase dominante y se constituyeron en herramientas de un poder político y económico concentrado en pocas manos. Obviamente, en Estados Unidos también había grupos de poder político y económico, pero las instituciones habían cobrado mayor independencia y los jueces y fiscales se perfilaban ya como árbitros imparciales. Los ciudadanos tenían razones para creer en sus instituciones. Y esto tuvo consecuencias.

Los datos estadísticos son realmente sorprendentes. Mientras que en Estados Unidos el número de bancos crecía de manera exponencial ampliando de manera notable las posibilidades de conseguir financiamiento, en México eran poquísimos y estaban en manos de familias vinculadas al poder político de turno. En Estados Unidos había una fiebre de ideas e inventos que conseguían patente oficial (por cierto, la mayoría de los inventores eran de clase media o baja), mientras sus vecinos del sur veían como cualquier proyecto original quedaba en manos de la oligarquía o de las cúpulas políticas.

El libro hace un repaso de diferentes casos de países distintos a lo largo y ancho del planeta. Y en todos ellos hay una misma línea comunicante: Las instituciones públicas sólidas y de notoria credibilidad son las que permiten un mayor desarrollo de las economías. La democracia sustentada en este tipo de instituciones no es solo una garantía de derechos, sino es la condición más importante para que se genere riqueza y prosperen las naciones.

Parece una obviedad, pero es necesario recordarlo cada tanto. De nada nos sirve alcanzar el grado de inversión o mantener equilibrios macroeconómicos si seguimos degradando las instituciones, convirtiéndolas en instrumentos de impunidad para los amigos y de persecución y garrote para los detractores. Sin instituciones creíbles solo podemos esperar el crecimiento mediocre que hoy tenemos, lindo para la foto, pero absolutamente insuficiente para salir del oscuro y triste rincón de los países fracasados.

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