22 nov. 2024

Decido seguir creyendo

Cuando nació mi hija menor escribí un artículo de una ingenuidad casi vergonzosa —aunque absolutamente honesta— sobre el país que imaginaba para ella cuando cumpliera la mayoría de edad. Esta semana alcanzó los trece años; en un lustro tendrá edad para votar. Y mucho me temo que el Paraguay con el que habrá de encontrarse seguirá estando en las antípodas del que soñé.

En una semana en la que nuestras peores presunciones cobraron cuerpo resultó muy difícil avivar alguna braza de esperanza, encontrar un poquito de calor que haya sobrevivido a las cenizas del tiempo, de los incendios de la corrupción, de las atrocidades de una nueva guerra, de la sequía inclemente, de la disparada de los precios y del culebrón de la narcopolítica.

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Estaba rumiando esta amarga realidad con unos amigos que ya peinan su medio siglo como yo, cuando me descubrí pensando en mis hijas y en algo que hacía tiempo rondaba mi cabeza, aunque no quisiera admitirlo; que mi más ferviente deseo es que migren, que busquen su felicidad en otras tierras y con otra gente.

Asumirlo es muy doloroso. Es casi una rendición. Es la derrota definitiva del cándido optimismo que me lleva todos los días a empuñar un micrófono o a enfrentar una cámara con la idea casi infantil de que algo de lo que pregunte, denuncie o critique puede ayudar mínimamente a un cambio, provocar alguna grieta microscópica en ese muro abrumador de corrupción, ignorancia e intolerancia que nos rodea y nos ahoga.

Pasé la mitad de mi vida sufriendo en carne propia el maltrato de un país construido para el saqueo de unos pocos. Fui vejado por el sadismo del transporte público, sometido a la mediocridad de la educación pública escolar y universitaria, asumí deudas que me desangraron por décadas para intentar darle una chance a mi madre cuando la ausencia del Estado convertía al cáncer en una sentencia de muerte.

El trabajo porfiado, el apoyo generoso de tantos colegas, una saludable adicción a la lectura y una dosis necesaria de azar me permitieron construir oportunidades distintas para mis hijas. Hago lo que cualquier paraguayo o paraguaya con algún resto de sentido común hace: destino la mayor parte de mis ingresos para pagarles educación, salud, seguridad, esparcimiento y transporte privado. Les he construido una burbuja, un espacio donde su dependencia del Estado es mínima, donde la tortura rutinaria a la que la mayoría es sometida no existe.

Es atroz. No es posible que nuestra única esperanza sea conseguir meter a nuestra familia en una burbuja. No puedo sino sentirme un padre miserable cuando veo en cada esquina a esos otros hijos nuestros deambulando por las calles de la miseria sin la menor oportunidad de abandonar el fango, cuasi condenados a la delincuencia.

Y es entonces cuando la cobardía me grita que las deje ir. Que migren. Que vivan en un país donde los hijos de todos se pueden mirar a la cara en una misma escuela o en una plaza y reconocerse como miembros de una misma familia extendida, como iguales ante la ley, diferentes, pero con oportunidades similares.

Confieso que estaba con ese ánimo, con la bandera de la rendición en el bolsillo cuando tres sucesos al hilo le sacaron el polvo a la esperanza. Un grupo de granujientos adolescentes (en su mayoría, varones) exigiendo a gritos frente a un colegio religioso el retorno de dos compañeras obligadas a salir por su orientación sexual; un vídeo de la presentación de las estudiantes del Colegio Santa Teresa en el Día Internacional de la Mujer y la carta abierta del Colegio Cristo Rey sentando postura sobre el maltrato que recibió el padre de una de sus alumnas en un torneo intercolegial. Tres ejemplos notables de civismo y empatía.

Usaré una frase trillada porque ninguna describe mejor lo que sentí entonces y lo que siento: “No todo está perdido”. Esos adolescentes, esas chicas, ese colegio, esa actitud de asumir posiciones y defenderlas son la terca brasa de mi esperanza. Gracias.

En cinco años mi hija alcanzará los 18. Decido seguir creyendo que puede encontrar un Paraguay mejor que este.

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A continuación, una columna de opinión del hoy director de Última Hora, Arnaldo Alegre, publicada el lunes 2 de agosto de 2004, el día siguiente al incendio del Ycuá Bolaños en el que fallecieron 400 personas en el barrio Trinidad de Asunción.