Trazamos una hoja de ruta que nos permitiera llegar a los sitios donde se habían entregado tierras a los campesinos, muchos de ellos, luego de largos meses de acampar y resistir en la capital del país o en otros sitios donde fueran visibles a las autoridades. Cuando llegábamos a los lugares, nos tomamos el tiempo de recorrer y hablar al azar con las familias. Para entrar en confianza les saludábamos con un “¡Mba’eichapa!”. Y apenas nos respondían con el acostumbrado “iporã!”, lanzábamos la frase rompehielo: “¿Mba’eteko ko’ape la penderekove?” (“¿Cómo es la vida de ustedes por aquí?”), y curiosamente, en cada asentamiento que visitábamos nos contestaban con una palabra que nos sonaba a algo muy serio, pero desconocíamos su significado, ya que no la habíamos escuchado sino hasta entonces. Esta era la palabra “ijetu’u”.
Cuando fue el momento de escribir nos encontramos con la dificultad de traducir al español aquella palabra tan reiteradas veces expresada por aquellos hombres y mujeres a los que les habían otorgado unas tierras, pero carecían de todo el resto. Prácticamente no tenían nada, al punto de que debían andar varios kilómetros para proveerse de agua de alguna fuente. En algunos lugares no contaban aún con servicio de energía eléctrica y existía una gran preocupación respecto a otras necesidades, como caminos de todo tiempo, escuelas para los niños, puesto de salud y cómo sacar provecho a la propiedad a la que, por fin, tenían acceso; sin embargo, no disponían de implementos agrícolas y mucho menos de asesoramiento técnico ni créditos. Estaban a la buena de Dios, sobreviviendo.
Según supe luego, la gran mayoría halló en la organización el camino para superar estos desafíos. Unieron esfuerzos, trazaron objetivos comunes y trabajaron juntos para desarrollar la comunidad. Otros no resistieron, vendieron sus derecheras y terminaron en los cinturones de pobreza de Asunción y otras ciudades del área metropolitana.
La connotación de jetu’u, según el colega Mario Rubén Álvarez, a quien recurrimos para que nos ayudara a interpretar lo que quisieron transmitirnos los compatriotas del campo, se refiere a una vida dura, una vida con muchas privaciones, complicada, difícil de sobrellevar.
Como de hecho lo es la realidad campesina, que tiene en la raíz una historia de injusticias en la distribución de la tierra, perpetuada por los sucesivos gobiernos del mismo partido que gobierna el Paraguay desde 1954. El mismo que actúa de salvador y verdugo a la vez, y desprecia a los que, ante tanta orfandad, hallan el coraje para hacer oír su voz como pueden. Recordemos a los numerosos líderes campesinos que perdieron la vida en la lucha por la reforma agraria desde 1989.
Por eso, qué paciencia y qué persistencia nos demuestran los hombres y mujeres de la Federación Nacional Campesina (FNC), que hace 31 años llevan adelante una marcha, cada marzo, sobre Asunción. Lo hacen, pese a que el esfuerzo que realizan para venir no se ve compensado. Asumiendo además que regresarán con su lista de reivindicaciones y peticiones, cada vez más extensa, y solo renovadas promesas de que el gobierno de turno dará solución a sus necesidades y problemas. Es una cita necesaria con el centro de poder: Asunción. Los campesinos necesitan expresar a las autoridades un ¡existimos!, y que siguen aguardando que les cumplan lo que por derecho les corresponde. Como cada ciudadano del país, anhelan llegar alguna vez en condiciones de responder con un esperanzador “iporãiterei ko’anga” (Muy bien, ahora), en lugar de con un amargo y pesado “ijetu’u”.