Otro estudio del Centro de Recursos Anticorrupción U4 (Noruega), lanzado este año, revela que la “sicología cognitiva de la corrupción” perfila que una persona con “alto grado de poder” es más propensa a ser corrupta. El estudio asegura que el corrupto busca beneficios personales y su conducta manifiesta un escaso autocontrol, percibe que sus actos corruptos solo crearán daños indirectos y se mueven en entornos donde el castigo es casi nulo.
Los corruptos, según los noruegos, tienen cierta dosis de adrenalina para aceptar riesgos por una potencial recompensa y la incertidumbre –que actuaría como una suerte de placer obsesivo o compulsión morbosa– lo anima aún más a comportarse corruptamente. En tanto, uno de cada diez paraguayos (11,5%, un bajo porcentaje) ve la corrupción y falta de transparencia en el país como un problema, según los “Indicadores de gobernabilidad democrática en el Paraguay” (2009).
Estos estudios no añaden novedad a lo ya sabido, pero explican mejor la existencia de un clima colectivo y colaborativo de la impunidad, que propicia que estas conductas de corrupción germinen. Además de gozar de buena salud, la corrupción es bien vista y hasta incluso aplaudida, fomentada y aprobada por un entorno colegiado y cómplice. Todo esto encaja con la sicología paraguaya, cuya cultura del “vai vai” (lo mal hecho) y del “oparei” (impunidad) son favorables para cultivar más el entorno de hermetismo, secretismo, clientelismo y nepotismo que nos alejan de un estándar internacional de anti-corrupción.
En nuestro imaginario colectivo, el corrupto goza de cierto éxito social y hasta aplaudimos secretamente que sea “poguasu” (mandamás), “mbareté” (prepotente), “mondaha” (ladrón), “pokare” (tramposo), “japu” (mentiroso) y “ñembotavy” (desentendido) si beneficia a nuestra bancada, pero lo repudiamos si actúa contra nuestros intereses.
La “conducta corrupta”, erradicable con educación y un control ciudadano, dista mucho del ideal descrito por Aristóteles. El filósofo griego, ya hace dos mil años atrás, hablaba de la inclinación del hombre a la excelencia, a la “conducta virtuosa”, fruto de la disposición voluntaria y racional (a diferencia del animal) adquirida a través del hábito y que apunta al “equilibrio” entre dos vicios (el exceso o el defecto).
Ante tantas denuncias de corrupción difundidas en la prensa nacional, que evidencian esa degradación ética humana exasperante, no se puede caer en la excusa de diluir esa vocación a la perfección aristotélica o al ideal de conducta que despierte la excelencia.
Para muchos, sería iluso de mi parte pensar así ante tanta injusticia, pero reconozco que la perfección de modo solitario es casi imposible. Es clave un entorno favorable, una educación y una “presencia de personas” –maestros y compañeros de camino– que nos ayuden a mirar constantemente el ideal de perfección aristotélico (encarnado en Jesús, según la tradición cristiana), que no apague nuestro deseos de justicia y verdad. Pero, tropezar por el camino no es traicionar el ideal, ya que solo una “presencia” que nos ama hará posible transitar la vida con esperanza y sin miedos hacia la plenitud humana, acorde a su estatura original, dispuesto al servicio de los demás.