Estas cuestiones irritantes saltaron a la luz luego de que algunos sindicatos públicos se declararan en pie de guerra porque el Ejecutivo emitió un decreto poniéndole techo al pago de estos beneficios excepcionales. El decreto ni siquiera eliminó esos privilegios contemplados en los contratos colectivos de trabajo, solo fijó un límite de hasta un salario mínimo por beneficio y un solo pago por año.
Son tres rubros, lo que significa que igual cada funcionario que tenga estos beneficios en su contrato colectivo de trabajo cobrará en el año más de seis millones de guaraníes adicionales a su salario y aguinaldo. ¿Por qué entonces tanto escándalo ante una medida de austeridad que parece de lo más razonable? Basta con revisar un solo caso para entender la reacción de algunos sindicatos públicos. ANDE, por ejemplo.
La compañía monopólica de electricidad se encuentra en crisis permanente, porque luego de décadas de hacer muy pocas inversiones en su infraestructura colapsa casi a diario. El consumo de los usuarios supera ampliamente la capacidad de su red de distribución y los transformadores explotan y las líneas se caen… y se va la luz.
Los administradores de la estatal alegan en su defensa –no sin razón– que son obligados a remesar cada año una gran cantidad de dinero a Hacienda (dinero que, por cierto, se destina a pagar el salario de otras entidades públicas). Por año son alrededor de 100.000 millones de guaraníes. Parece mucho. Y lo es. Sin embargo, eso es menos de la mitad de lo que la compañía destina anualmente a pagar los sobresueldos de sus funcionarios.
Solo en 2019, entre los rubros de ayuda familiar –que incluyen un plus para financiar las vacaciones– y bonificaciones y gratificaciones –que mantiene el subsidio del 50% del consumo de la electricidad de cada trabajador–, ANDE pagó a sus funcionarios sobresueldos por más de 265.000 millones de guaraníes, unos 42 millones de dólares. En solo un quinquenio representó alrededor de 210 millones de dólares.
Por supuesto que cualquier empresa con utilidades puede decidir otorgar más beneficios a sus trabajadores; de hecho, es saludable y justo que así sea. El problema es que ANDE no puede tener utilidades considerando todo lo que debe invertir para evitar su colapso. Para colmo, constituye un monopolio de facto. Quienes pagan estos beneficios excepcionales son sus obligados usuarios. Todos los gastos se cargan en la tarifa; tarifa de un servicio que no es optativo, el sufrido cliente no puede elegir pasarse a otra compañía.
Esto mismo pasa con otras empresas e instituciones públicas. Los salarios y beneficios que pagan no tienen la menor relación con los resultados obtenidos, ni con su capacidad financiera, sino con acuerdos suscritos a espaldas del usuario o el contribuyente, en contratos colectivos de trabajo negociados entre los sindicatos y los administradores de turno, burócratas que eran también futuros beneficiarios del mismo acuerdo.
Este manejo arbitrario de la cosa pública provoca absurdos al interior mismo del Estado. Así, hay médicos y enfermeras que combaten epidemias en las trincheras de los hospitales públicos con un plus por exposición al peligro ínfimo o inexistente, mientras oficinistas perciben el doble simplemente por llegar a hora.
Pretender corregir estos entuertos no supone ponerse en contra de la clase trabajadora en general –de la que el 90% sobrevive fuera de y pese al Estado– ni de los funcionarios públicos en particular. La crítica es al caos y a las inequidades del modelo, no a sus pocos beneficiarios, ni a la inmensa mayoría que lo padece. Este es un tema de equidad y sostenibilidad. Lo demás ni siquiera es populismo barato… es caro.