El afirmar que la corrupción y la impunidad son desenfrenadas en todos los niveles de la administración pública presenta una clara visión de lo que nos pasa y que aquí adentro lo sabemos y padecemos desde hace muchos años.
No hemos sido capaces de dimensionar el tremendo costo que tiene esto en términos de ignorancia y enfermedad.
Nos hace falta el une con flecha entre el robo de dos mil millones del Presupuesto anual que no muestra absolutamente ningún cambio para el 2025. Estamos igual y por eso, en un país de apáticos, que uno se anime a gritarle a Peña en Caacupé que el “pueblo llora sangre” parece un signo que aún no estamos muertos ni entregados.
El mandatario que está en una desenfrenada ola de viajes al exterior –ya suma ahora el 36– tuvo que huir despavorido antes de que el reclamo alcance los niveles de multitud. Para colmo, el informe americano dice que los viajes de Peña no han traído ninguna inversión ni traerán, al tiempo de calificar a la Justicia con los peores adjetivos.
Estamos mal y la percepción social no es que mejoraremos, sino que estamos más cerca de empeorar. Existe una sensación de que la mayoría que controla los tres poderes del Estado no tiene una sola idea de cómo sacar al país del atolladero en que se encuentra ni parece tener la intención de hacerlo.
El Ejecutivo es ninguneado de manera reiterada y constante; el Legislativo exhibe su mayoría hostil modificando reglamentos a gusto y paladar de quien baraja las cartas, y el Poder Judicial, sin ninguna muestra de reacción al punto de que el último eslabón de la cadena, los ujieres, han conformado una mafia que aprieta, esquilma y corrompe.
Nadie tiene miedo a nada. La cabeza está podrida y el cuerpo lo resiente y proyecta. El desenfrenado deseo de robar se percibe en todas las acciones que cuando cae un senador argentino cercano a Milei con USD 211.000 de dudosa procedencia nadie cree que sea por una cuestión legal.
Todos coinciden en que no pagó la coima, un pase de factura entre bandidos con la cooperación de los locales o una línea de investigación que viene de más lejos para tratar de contener de alguna forma la desenfrenada manera del crimen organizado de avasallar con todo lo que se le ponga enfrente.
El informe americano destaca todo lo que conocemos y para muchos no es más que un refrito de lo mismo que padecemos, pero este no es un informe cualquiera. Le deja la administración saliente a la que entra un relato de lo que somos y de los costos que esto supondrá para la política de los Estados Unidos que va más allá de los intereses de demócratas o republicanos.
De hecho, fueron estos últimos con Trump los que firmaron la Ley Magnitsky y los que calificaron con el rótulo de “significativamente corruptos” a los nuestros. Con miles de vuelos llenos de cocaína que superan el valor del PIB local o con el lavado de activos donde lo del senador argentino y los USD 900.000 de los colombianos parece ser un número muy pequeño. Es evidente que Paraguay se ha convertido en un hub del crimen organizado, que requiere ser desbaratado desde afuera porque desde adentro el desenfreno es absolutamente total.
Las homilías de los obispos en Caacupé han vuelto a recordar la tarea que no se realiza. Hablaron de corrupción, pobreza, desempleo, inseguridad, deterioro del medioambiente, desprecio a los pueblos indígenas, la inmigración y sus efectos. Para muchos, demasiado repetido, pero no por ello necesario para recordar hechos que muchos parecen haberse acostumbrado por su propia repetición. Hablaron de esperanza que no se enmohece, como se afirma en guaraní de manera más gráfica.
Hay que frenar la corrupción, la impunidad y el desgaste de una democracia cada vez más difícil de sostener en el baile de disfraces que los tres poderes ejercitan de forma cotidiana. La angurria de la corrupción va camino a confrontaciones sociales, donde “el pueblo llora sangre” como lo dijo un valiente feligrés. Por lo menos, freno de mano hay que aplicar.