Hace dos años, con el Operativo Veneratio, el Gobierno nos hizo creer que el sistema penitenciario se encontraba en orden y que había recuperado la normalidad; vale decir, que volvía a estar a cargo de las instituciones del Estado. La realidad ha estallado sin embargo cuando ocho internos de muy alto perfil lograron fugarse de la cárcel de máxima seguridad de Minga Guazú. Ahora se debe admitir la preocupante realidad, y es que en el sistema penitenciario sigue imperando la desidia, y lo que es aún más grave, el poder del crimen organizado.
La huida de los reclusos de alto perfil, de un penal considerado de máxima seguridad, tuvo consecuencias; entre las inmediatas, la detención de cinco funcionarios penitenciarios y la intervención de la cárcel; el director Julio Careaga fue apartado y los militares que custodian el perímetro también serán sometidos a polígrafo como parte de la investigación. Las medidas derivan de lo que había señalado el ministro de Justicia respecto a los “indicios de alta complicidad para la fuga”.
De acuerdo con las primeras investigaciones hubo dilación en el aviso de fuga, siendo que la fuga se registró a las 19:18, según las grabaciones del circuito cerrado del penal, pero el aviso al Sistema 911 de la Policía del Alto Paraná se registró recién a las 20:24, casi una hora después, y eso les dio bastante tiempo para concretar la huida.
El Centro de Reinserción Social de Minga Guazú cuenta con un sistema de monitoreo con inteligencia artificial y alarma de movimiento, y se constató que los guardiacárceles abandonaron su lugar de custodia en el horario en que los reclusos ingresan a un cubículo a tomar sol, mientras que uno de ellos habría facilitado un objeto para abrir las celdas, cerradas con esposas. El director del penal estaba en el área de descanso cuando se produjo la fuga, pero fue avisado casi media hora después.
Con la intervención de la Penitenciaría de Tacumbú y tras los trágicos sucesos, hubo promesas de que las instituciones del Estado retomarían el control de las penitenciarías y que asumirían su responsabilidad. Tacumbú llevaba años de abandono, y el vacío de poder que dejaba el Estado fue ocupado por los grupos de delincuentes alojados en el lugar. En este esquema, el Clan Rotela, especializado en el microtráfico, controlaba una parte importante del tráfico de estupefacientes dentro y fuera de las prisiones. En Tacumbú se movían cantidades enormes de dinero; se calculó que los Rotela recaudaban unos G. 250 millones semanales, dinero que también iba, presuntamente, a parar a manos de las autoridades penitenciarias y judiciales.
La reforma del sistema penitenciario no se va a dar solo con la formulación de planes o leyes, ya que para erradicar el poder del PCC, el Comando Vermelho, el Clan Rotela y otras organizaciones criminales de nuestras cárceles y recuperar de alguna manera la soberanía del Estado en estos lugares, será necesario mucho trabajo, pero además el compromiso de lucha contra la corrupción.
Asimismo se debe entender que esta ausencia del Estado en las cárceles es en sí misma un lucrativo negocio que beneficia a unos pocos, que al mismo tiempo atentan en contra de los derechos de los demás presos. Un dato que no se puede dejar de lado señala que dentro del sistema penitenciario el 70% de los presos está sin condena, y son personas cuyos derechos humanos básicos son vulnerados a diario.
Es inaceptable que en el Paraguay las cárceles funcionen como depósitos en los que personas deben sobrevivir en condiciones infrahumanas, sin alimentación adecuada ni atención de la salud ni infraestructura adecuada. Y es también intolerable que, ante la ausencia de las instituciones, los grupos criminales asuman el mando.