22 feb. 2025

Días (demasiado) perfectos

Días perfectos no es terriblemente bella sino bellamente terrible, que es otra cosa. El mundo que describe es bastante anodino y repetitivo como para hacer una celebración de él, pero un Wim Wenders con magisterio y habilidad, cerca de entrar a los 80 años de su vida, se las apaña para mostrárnoslo como una virtuosa solemnidad de los solitarios: Un mundo justo y venerable cuando se tiene la música, la literatura y los árboles cerca, donde no hace demasiada falta la familia, esa centralidad de la literatura y el cine del Japón ni los amigos.

Es bellamente terrible Días perfectos (título de una canción de Lou Reed), porque el limpiador de baños públicos de Tokio, Hirayama, interpretado por un elusivo y facial Kôji Yakusho, de buenas a primeras no parece un paradigma festejable en su solipsismo radical: Un hombre de mediana edad que vive solo en los suburbios de la gran ciudad, no habla con nadie ni en el trabajo ni en sus días libres, se alimenta exclusivamente de comida elaborada fuera de su casa y bebida enlatada, rara vez parece conmoverse ante lo vivo si no es por las plantas. Pero eso sí: Hirayama escucha buena música de los viejos tiempos y lee buena literatura. De hecho, la música y la literatura son sus atisbos de conexión con las personas, mientras se mueve en una urbe hiperordenada y previsible, la que Wenders nos muestra como una reveladora versión amable de Tokio. Se sabe que la película nació como una promoción de los baños públicos de diseño.

Es cierto: Hirayama sí habla con una persona, con la dueña de un restorán a donde va a cenar, y por quien, rápidamente lo percibimos, siente algo especial. Pero la posibilidad del amor no nos da un diálogo memorable, porque apenas hay diálogo.

A esas mímicas rutinarias del presente, a esos pequeños placeres inmóviles de la vida, a las infinitas posibilidades azarosas de la realidad que se pierden día a día canta la musa de Wenders, por momentos conmovedoramente. En otro tiempo, fue más homérica, más épica. En el distraído crepúsculo del director, Días perfectos es orientalmente minimalista, profundamente evasiva; incluso cuando Hirayama se lanza al simple juego del tatetí con alguien anónimo, en el intercambio de un papelito escondido en uno de los baños que limpia con silencioso rigor fanático. El juego es aquí un mecanismo aséptico que deviene de la lógica misma de la esencia higiénica del trabajo de Hirayama, es decir, una complicidad en la que el trabajador no se ensucia de realidad, ni siquiera cuando friega inodoros.

En su análisis de la cultura japonesa en El imperio de los signos, Roland Barthes reflexiona sobre el Bunraku, el teatro japonés de marionetas gigantes, como un espectáculo total del gesto, un arte del movimiento y del silencio, más que de la voz (que, por lo demás, también está en el Bunraku). Hirayama es una especie de apacible muñeco gigante movido por Wenders a base de gestualidad y mutismo. El Bunraku, dice Barthes, “altera (…) el lazo motor que va del personaje al actor y que siempre es concebido, entre nosotros (occidentales), como la vía expresiva de una interioridad”. Es tal vez por esto que la gran performance de Yakusho no nos permite ver, precisamente, ninguna interioridad demasiado gravitante en Hirayama, excepto breves fulgores de su propia visión (mediada por una cámara fotográfica, como nosotros por la cinematográfica) de la naturaleza en medio de la multicolor industria humana. Expulsada de la pantalla la histeria occidental, a menudo Días perfectos aburre a los espectadores de estos pagos: Muy lenta, dicen. Pero es lo mejor que tiene: Su morosidad, sus sonidos en la lentitud.

Wenders nos dice que, como aquí “el trabajo substituye a la interioridad” (Barthes), el laburo de limpiar baños puede ser placentero y feliz si son baños de Tokio y si hay libros de William Faulkner y casetes de Patti Smith a mano. Dudo, hasta para el temperamento japonés, de la unánime felicidad de este planteamiento de Wenders, pero disfruté de la agradable mentira de su película.

Más contenido de esta sección
Carolina Cuenca