02 feb. 2025

Dimitri y la voz de pito

Dimitri era un burócrata del régimen soviético al que la administración de Gorbachov encomendó, como parte de las políticas del glasnost y la perestroika, recibir a capitalistas estadounidenses interesados en invertir en algunas de las grandes compañías del estado. Dimitri era un comunista ortodoxo y convencido y, por lo tanto, el trabajo le resultaba sencillamente repugnante. Odiaba exponer ante esos obesos banqueros y codiciosos magnates del acero empresas mastodónticas que habían sido el orgullo de la patria, pero cuyas tecnologías se habían vuelto obsoletas. Reconocerlo suponía en la práctica admitir fallas en el modelo colectivista.

Una mañana particularmente fría le tocó en suerte hacer de guía en la estación de Moscú a un grupo de petroleros texanos. Dimitri avanzaba por un alto y helado corredor desde el que se veían los diferentes andenes, mientras recitaba mecánicamente:

–De aquí parte un tren con destino a Stalingrado cada cinco minutos… de aquí uno para Novosibirk cada quince… de aquí uno para Ekaterinburgo cada veinte… de aquí uno para Samara cada veinticinco…

La enumeración siguió por un buen rato y casi al trote hasta que uno de los rollizos empresarios se detuvo para recuperar el aliento y levantó la mano interrumpiendo el riguroso inventario ferroviario de Dimitri.

–Disculpe, camarada, le dijo (provocando de inmediato la ira de Dimitri), pero llevamos más de una hora caminando y no ha salido un solo tren de la estación.

Dimitri lo miró rojo de furia, y luego de mascullar un par de insultos en ruso, respondió casi a los gritos en su duro inglés.

–¡Y ustedes capitalistas, bien que no les avergüenza discriminar a los negros!

Escuché por primera vez la anécdota hace ya varios años, y la recuerdo cada tanto, cuando aparece en escena algún nuevo burócrata tan incómodo como el bueno de Dimitri. La fórmula Dimitri es la que se emplea ante cualquier pregunta para la que no hay una respuesta sencilla y aséptica, una que no comprometa la posición del cuestionado ni desnude alguna situación inconfesable.

El último en esta larga cadena de émulos de aquel iracundo militante soviético es el presidente Santiago Peña. En una de esas raras ocasiones en las que se encontraba en el país, los periodistas lo incomodaron preguntándole por la coqueta casa de verano que se le atribuyó en un periódico. Lejos de responder simplemente si es suya o no, y explicar en tal caso cómo la compró, el jefe de Estado se describió como víctima de una extorsión, advirtió que nadie lo va a callar y terminó recordando que los hijos de la principal accionista del diario que publicó el material vacacionan en Punta del Este y corren el rally. Supongo que la mayoría de quienes lo escuchaban quedaron tan desconcertados como los texanos con Dimitri.

El presidente recordó luego que trabaja desde los 19 años, que se casó más o menos a la misma edad y que ha sido funcionario público y privado. Completó su narrativa (término muy en boga) señalando la gravedad que supone que un dron haya sobrevolado la quinta que nadie sabía que era suya (todavía no lo sabemos), poniendo en riesgo poco menos que la seguridad nacional.

Peña aplicó magistralmente la fórmula Dimitri. Al toque saltó el pelotón de sicarios mediáticos y adscriptos al quincho a reforzar la versión del espionaje, la extorsión y, muy de paso, la “necesidad” de una prensa responsable (lo que equivale –para ellos– a una prensa controlada). Lo que nunca respondió nuestro Dimitri es si aquella ostentosa residencia veraniega es realmente suya y si es así, cómo la compró, con qué dinero, cómo hizo ese dinero y por qué no está a su nombre en los registros públicos. Eran consultas obligadas que el presidente podía evacuar sin despeinarse ni perder nunca su talante de vendedor, salvo que las respuestas terminaran por complicar más su caso.

Pero claro, como diría Dimitri, qué tanto vamos a decir nosotros que somos ateos, empíricos… y con voz de pito.

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