Esta introducción la he utilizado más de una vez. La reacción es siempre la misma; un murmullo confuso que estalla cuando un alumno pregunta: ¿No le parece contradictorio? Usted nos dice que, de cualquier manera, podremos pasar el curso. ¿Y mi esfuerzo? Mi respuesta es la misma: ¿No son acaso la diversidad, la equidad y la inclusión los nuevos valores de la democracia? Además, ellos reflejan las críticas del progresismo a la democracia liberal, señalando su insuficiente diversidad, su rechazo al igualitarismo y su limitada inclusión.
La democracia de la diversidad
La diversidad se nutre del antifundacionismo posmoderno, que rechaza la existencia de un fundamento universal a la democracia. Cada individuo debe afirmar su deseo y autopercepción. Somos una multiplicidad inconexa de voluntades. La diversidad supone el derecho a la mayor libertad individual posible, ya sea política, sexual o de identidad. No hay nada en común. La autonomía es absoluta.
En este contexto, el Estado debe defender derechos que legitimen preferencias subjetivas. Por ejemplo, los derechos del niño pueden interpretarse como limite a la patria potestad de los padres. Esta visión de la diversidad convierte en quimera el ideal de los filósofos clásicos de la democracia republicana, de Aristóteles a Jefferson. La cancelación de esas figuras históricas refleja una tendencia a deslegitimar los principios sobre los cuales se ha construido la democracia occidental.
La democracia igualitarista
La democracia progresista aspira no a la igualdad, sino al igualitarismo, una forma radical de equidad que busca eliminar cualquier diferencia entre los individuos. Como no existe certeza sobre la naturaleza humana ni sobre el significado preciso de la igualdad formal –¿iguales o desiguales en qué?,– el Estado se convierte en el árbitro supremo que interviene para corregir “inequidades” incluso las diferencias naturales, transformándose en árbitro incondicional.
Incluso, si nuestra inteligencia natural genera desigualdad, entonces –algunos sostienen– debe eliminarse como criterio diferenciador. Dado que nadie elige sus capacidades innatas o naturales, como sostenía el liberal progresista John Rawls (1921-2002), los logros derivados de ese esfuerzo serían injustos. Desde esta perspectiva, la igualdad de oportunidades debería reformularse, pues beneficia a quienes ya poseen ventajas económicas, sociales o étnicas. En su lugar, se establece un nuevo paradigma de “equidad” basado en la identidad, donde género y raza determinan el reconocimiento político y el acceso a oportunidades.
La democracia inclusiva
La inclusión se caracteriza por la oposición a la cultura occidental, que se caracteriza por la democracia liberal, quien ha ejercido un control colonial excluyendo a otras culturas. La inclusión se presenta, así como un proyecto que busca revertir esa herencia, promoviendo valores opuestos a los principios occidentales tradicionales, como el relativismo moral, el rechazo a la religión y la supresión de nociones objetivas de verdad.
En este marco, la identidad de género se concibe como una construcción social derivada del relativismo intercultural, donde ninguna cultura puede ser considerada superior a otra. Esto conlleva una relectura histórica que cuestiona la universalidad de los valores occidentales, presentándolos como una ficción impuesta. Como consecuencia, la justicia y los derechos humanos se redefinen bajo la óptica de la reivindicación de grupos marginados, lo que puede desplazar el principio de igualdad ante la ley y la justicia. En este proceso, la inclusión se convierte en una nueva forma de exclusión, donde quienes cuestionan esta visión son cancelados del debate público.
La democracia lincolniana al revés
La democracia liberal, concebida como un sistema republicano del pueblo, para el pueblo y por el pueblo, se basa en la igualdad de los ciudadanos en su naturaleza común. Esto garantiza derechos fundamentales como la libertad religiosa, la intimidad y la libre expresión. Sin embargo, la democracia progresista reinterpreta estos principios, haciendo de la diversidad e inclusión valores absolutos que, paradójicamente, terminan por erosionar las libertades individuales. Al imponer su visión y penalizar opiniones divergentes bajo la etiqueta de delitos de odio, se transforma en un modelo hegemónico que contradice los ideales liberales de pluralidad y debate abierto.
Si bien los seres humanos presentan diversidad en aspectos accidentales, en su esencia comparten una naturaleza común que los une en una comunidad donde deben primar la justicia y la libertad. La equidad, la diversidad y la inclusión no pueden convertirse en dogmas incuestionables sin que ello derive en una fragmentación social. La meritocracia sigue siendo un mecanismo válido siempre que garantice igualdad de oportunidades sin generar privilegios arbitrarios. Aunque imperfecta, la democracia constitucional liberal, es preferible a una nivelación artificial que anula el esfuerzo individual en aras de una falsa equidad. La mayor amenaza del progresismo radica en su rechazo a la imperfección de la condición humana y su afán por forzar una visión ideológica única, lo que termina sustituyendo la igualdad de derechos por una permanente confrontación identitaria.
(*) Dr. en Filosofía
www. ramosreyes.com
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