BEETHOVEN NO A LA LETRA
Jon Batiste (38) es probablemente el músico estadounidense más completo de la actualidad. El compositor, pianista, cantante, director de orquesta y actor de Nueva Orleans se las sabe todas. Comenzó a componer inspirado por la música de videojuegos, es instrumentista clásico y de jazz, publica ora un gran disco pop, ora un gran disco “culto” como este muy reciente: Beethoven Blues .
El año pasado, en una entrevista, fue desafiado por Chris Wallace de la CNN a que mostrara cómo podía pasar de un género musical a otro, en vivo. Batiste se sentó al piano y viajó hasta el romanticismo apesadumbrado del Für Elise de Beethoven, pero trayéndolo hacia la música de los afroamericanos: Notas del blues, resonancias del gospel. En YouTube se puede ver el pasaje en cuestión. Esa improvisación es el origen de su nuevo álbum: Una sarta de versiones inspiradísimas de la música del genio muerto hace dos siglos.
El álbum es respetuoso de Beethoven, pero es de Batiste. Este es el tipo de trabajo interpretativo, no “a la letra” del original, que reclamaba Alessandro Baricco para salvar la música clásica (europea) en su libro de 1992 El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin . Batiste mismo lo dice en una entrevista publicada en The Hollywood Report , tres días antes del lanzamiento del disco: “Casi tenemos que revertir la mitología de muchas de nuestras mayores contribuciones culturales y recontextualizarlas en la cultura contemporánea, para que puedan existir como realmente son”.
Mis versiones preferidas: “7th Symphony Elegy”, “5th Symphony In Congo Square”, “Dusklight Movement”, “Waldstein Wobble” y los 15 minutos de ensueño de “Für Elise - Reverie”.
Pop subterráneo
Si hemos de seguir al mánager Danny Goldberg –quien en 2019 publicó Serving the servant , sus memorias en torno al líder creativo de Nirvana, Kurt Cobain–, toda una generación de jóvenes norteamericanos de la era de la desindustrialización que, a fines de los años 80, escuchaban a la banda (y a otras de su reciente estirpe), tuvo que debatirse entre resistir a como dé lugar ante lo que los más radicales llamaban el “ogro corporativo” o, en su defecto, insertarse en el “estómago” simbólico del sistema e indigestarlo por dentro, aunque no sea más que con el gesto de una irreverencia insobornable. Y estas dos vertientes valían tanto para bandas como públicos.
Quizá el nombre del fanzine, relacionado a un conocido programa de radio universitario en Evergreen, Olympia (Washington), explique un poco híbridamente esta doble vertiente en la que, en el segundo periodo de la presidencia de Ronald Regan y los primeros años de George Bush padre, se debatía una parte importante de la cultura musical juvenil de los Estados Unidos. El nombre era: Subterranean pop . Una apócope de la primera palabra devino, a su vez, el nombre de la productora que aunó en Seattle por primera vez los sonidos de lo que, más tarde, muchos llamarían grunge : Sub Pop. Todas estas iniciativas tenían como protagonista a Bruce Pavitt, un ex alumno de Evergreen, cuyos compañeros de arte eran los interlocutores y escuchas habituales de la música de Cobain cuando este se mudó de Aberdeen a Olympia.
Lo subterráneo era el territorio natural de toda esa generación, pero mientras algunos preferían no abandonar las profundidades y, sobre todo, armar barricadas contra la penetración de las corporaciones, otros por el contrario preferían salir a la intemperie de lo pop, pero no olvidando las señas de identidad ni los modos de lo subterráneo. Cobain fue durante un tiempo defensor de la primera vertiente, pero muy rápida y reflexivamente adhirió a la segunda. No hace falta decir que en el caso de Cobain estos motivos tenían argumentos tanto estéticos como políticos.
Por eso tal vez la cultura pop de hace treinta años, dentro del mainstream , tenía mucho mayor espesor y autonomía que el que tiene hoy.