El sistema es indirecto e involucra un Colegio Electoral establecido en la Constitución de 1787, conformado actualmente con electores representantes de los 50 estados y el Distrito de Columbia, sede de la capital del país. Cada estado posee un número de electores igual al de sus legisladores en el Congreso Federal (congresistas en la Cámara de Representantes + dos senadores) y el Distrito de Columbia cuenta con 3, totalizando 538 electores, de los cuales 270 es el número mínimo para proclamar un ganador. Por regla, el candidato con mayoría en el voto popular obtiene la totalidad de votos electorales del estado en cuestión, salvo en Nebraska y Maine, los cuales, en base a una política distinta, han asignado electores en forma dividida en 2008 (Nebraska), 2016 (Maine) y 2020 (ambos). El portal de los Archivos Nacionales contiene información precisa sobre los orígenes y el funcionamiento del Colegio Electoral (https://www.archives.gov/electoral-college/about).
Los programas de Trump y Harris son disímiles, tanto como su posicionamiento ante varios temas centrales. Por un lado, esto valida la esencia democrática de un país que acepta y promueve las libertades públicas, entre ellas las de expresión y disenso. Por otro, la distancia entre las propuestas exhibe una nueva versión de bipartidismo, donde republicanos y demócratas se han vuelto más conservadores y progresistas, respectivamente, en función de ciertas fuerzas centrífugas que han alterado el ethos nacional. Con todo, los desvíos del centro ideológico no han logrado comprometer las instituciones democráticas o tornarlas disfuncionales, ni desnaturalizar el buen sentido o pragmatismo que continúa caracterizando a los Estados Unidos.
En el plano económico, el ex presidente plantea incentivos para la actividad y la industria norteamericana mediante recortes tributarios y regímenes tarifarios sobre bienes importados, especialmente chinos, en la línea que caracterizó su paso por la Casa Blanca. Entretanto, Harris promete una “economía de oportunidades” que implica continuar la agenda de inversión pública de la actual administración en infraestructura y energías renovables, al tiempo de favorecer a las familias de ingresos medios y bajos con planes para la vivienda e incentivos fiscales que serían compensados con mayor presión tributaria sobre corporaciones y personas de alto poder adquisitivo. Ambos candidatos, si bien por razones y desde ópticas distintas, prevén reformas migratorias. Y pese al costo que irrogarían sus propuestas, ninguno de ellos ha expuesto una solución para la creciente deuda pública de 123% del PIB.
El plano de política exterior plantea interrogantes tanto para el elector estadounidense como para el resto del mundo. Con diferente vehemencia, ambos candidatos identifican a China como principal rival y prometen salvaguardas contra su creciente influencia y prácticas comerciales abusivas; ambos, también, han expresado apoyo a Israel. Harris plantea mantener el rol global activo de Estados Unidos, fortalecer alianzas como la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la asistencia a Ucrania. Trump ratifica la política “América Primero” de su primer mandato, condiciona alianzas con Europa y otros a ciertas compensaciones que a su criterio justificarían el apoyo estadounidense y promete acabar con la guerra iniciada tras la invasión de Rusia a Ucrania antes de asumir el 20 de enero.
Aunque los dos candidatos se han referido a Latinoamérica, ninguno lo hizo en forma detallada. Desde hace años, China viene entablando relaciones diplomáticas y comerciales con países de la región: financia obras de infraestructura, inversiones en sectores estratégicos y se ha convertido en uno de sus mayores acreedores. Este no es el caso de Paraguay que, al mantener el reconocimiento de Taiwán en una conducta afín a Estados Unidos, no ha contraído deuda soberana con la República Popular China ni emprendido obras públicas con sus organismos crediticios. Tanto Trump como Harris prometen asegurar el liderazgo estadounidense; la pregunta es si ello incluiría el afianzamiento de las relaciones con Latinoamérica para contrarrestar la influencia china.
Pero al margen del plano externo, tradicionalmente gran parte del electorado estadounidense ha votado en función de su realidad económica coyuntural. Por ejemplo, muchos considerarán la brecha entre los niveles de empleo e inflación actuales versus los de la Administración Trump. Sobra decir que no lo harán, necesariamente, a la vista de un análisis técnico o de las últimas cifras de recuperación por las cuales la Reserva Federal redujo la tasa de referencia, sino atendiendo a cuándo su economía doméstica estuvo mejor: antes u hoy. En la recta final, el reporte de empleo publicado el viernes por el Departamento de Trabajo exhibe una cifra magra de empleos creados en octubre (+12 000), mermas en el sector industrial y manufacturero, revisiones a la baja de las cifras de agosto y septiembre con 112 000 puestos menos respecto de estimaciones previas y un nivel de desempleo estancado en 4,1%. Puede advertirse cierta influencia de los huracanes Helene, Hilton y la huelga de Boing, aunque quienes permanecen indecisos preferirán soluciones a explicaciones o interpretaciones que puedan ofrecer los candidatos. Otros tópicos importantes son aborto, cambio climático, educación, inmigración, salud y el carácter de quien asumirá el liderazgo.
Hasta aquí, nada se aparta mucho de lo usual: el martes debería triunfar quien, en opinión de la mayoría, presente las mejores propuestas y sea capaz de implementarlas. Pero estas elecciones no son sólo un medio para proclamar un presidente, sino un desafío en sí mismas cuyo desenlace emitirá un veredicto sobre la democracia. Trump llega hasta estas instancias sin haber reconocido el resultado de 2020. Harris acusa al ex presidente de fascista. El resultado del martes es todavía impredecible, pues la sociedad está dividida por mitades en favor de uno y otro candidato, pero según una encuesta de The New York Times y Siena College, una clara mayoría coincide en que la democracia estadounidense se encuentra amenazada. Y es así, pues tanto la fiabilidad del sistema electoral como la adherencia a valores políticos básicos han sido puestas en tela de juicio durante la campaña.
Tal percepción fue identificada por quienes buscan desacreditar el liderazgo y sobre todo el modelo de libertad que representa Estados Unidos. Las pretensiones de influenciar elecciones desde el extranjero, que no son nuevas, en esta oportunidad se concentran en un objetivo distinto: menoscabar el proceso. De acuerdo con una investigación periodística de Sheera Frenkel, Tiffany Hsu y Steven Lee Myers, basada en reportes de inteligencia y publicada por The New York Times el 29 de octubre, los intentos de influencia provenientes de China, Rusia e Irán buscan fomentar un caos postelectoral para debilitar el Estado de derecho estadounidense ante el mundo.
Entonces, en paralelo a quién llegue a la Casa Blanca por veredicto de la mayoría, la clave del martes es el proceso electoral: que continúe desarrollándose en orden, culmine con la proclamación de resultados incuestionados e incuestionables, y emita una señal de victoria para la democracia en una época empañada de incertidumbre.
Una mirada restringida al tenor de la retórica de ambos candidatos, la división entre partidarios de uno y otro y, en general, la acrimonia que ha caracterizado a un periodo de campaña en el que hubo hasta tentativas de magnicidio, genera alarma. Sin embargo, una mirada holística como la de Alan Greenspan y Adrian Wooldridge en Capitalism in America inclina la balanza hacia el optimismo.
Los autores narran las grandes divisiones que experimentó Estados Unidos desde su independencia, citando el ejemplo del tercer presidente, Thomas Jefferson, quien ambicionaba una sociedad agraria, y Alexander Hamilton, primer secretario del Tesoro, quien pujaba por una república industrial, comercial y urbanizada. Jefferson y Hamilton se enfrentaron ideológicamente y llegaron a odiarse, pero cuando debieron actuar en nombre de los Estados Unidos lo hicieron con pragmatismo. Con la compra de Louisiana en 1803, Jefferson amplió el territorio de Estados Unidos y lo enriqueció con ingentes recursos para emprender un camino al desarrollo en la dirección comercial e industrial defendida por Hamilton (Greenspan, A., & Wooldridge, A. [2018]. Capilalism in America, A History. New York: Penguin Press). Luego, en una historia abundante en divisiones, de las más cruentas algunas, fueron instancias de unidad en la diversidad las que apuntalaron al país hasta convertirse en la primera potencia del mundo en los ámbitos científico, militar, económico, tecnológico y político, como modelo de desarrollo en libertad.
El 4 de julio de 1776, día de la Declaración de la Independencia, un comité sugirió la máxima E pluribus unum que luego se incluiría en el sello oficial de los Estados Unidos. En ese momento, las Trece Colonias británicas se confundían en un nuevo país libre. Este martes, el inmenso y diverso país nacido aquel 4 de julio que ha prosperado en unidad y democracia, requiere que candidatos y ciudadanos honren la antigua máxima con la conclusión pacífica del proceso electoral. De lo contrario, nadie gana.
E pluribus unum. De muchos, uno.