Es abrumador el contraste que esto representa, con relación a lo que vemos en la política paraguaya. Que un mandatario pueda dejar la función pública sin una mínima mancha en su gestión, sería un milagro en nuestro país. Para una nación que engendró la Segunda Guerra Mundial, padeció la aberración del nazismo, y que luego fue dividida en dos países –uno de ellos democrático y el otro ocupado por un comunismo apadrinado por la Unión Soviética–, superar esos traumas históricos es una admirable hazaña colectiva.
Si comparamos esos tres cuartos de siglo (desde 1945), nuestro acontecer político no puede ser más opuesto al ejemplo citado. Primero en cuanto a la institucionalidad, es decir, a la vigencia plena del estado de derecho. Desde 1954 hasta 1989 hemos sufrido una de las dictaduras más brutales de la región, y en el periodo supuestamente “democrático” superamos esa aberración, pero no logramos construir una gestión pública eficiente y honesta.
Aun así, comparados con otros países de la región, tenemos estabilidad económica, clima de negocios favorable a la inversión y un emprendedurismo joven y pujante. No obstante, hay una sombra amenazante y siempre vigente: la corrupción. El Paraguay crece, pero ese crecimiento sería mucho mayor si no fuera por ese flagelo que azota a la clase política, con la complicidad de empresarios deshonestos, funcionarios que se prestan a sobornos y apatía ciudadana.
Cuando aludimos a institucionalidad, nos referimos, no primordialmente a personas o estructuras burocráticas, sino a los marcos normativos formales –tanto como informales– que rigen a una sociedad, y que incluyen los valores, hábitos y costumbres de los ciudadanos, que se desenvuelven en la esfera pública o en la privada. Además de las leyes escritas, están las reglas implícitas en la convivencia cotidiana, para resolver o evitar conflictos. Todo ello configura una cultura institucional.
Al elegir autoridades, lo hacemos con la esperanza de que tengan una conducta honorable y una gestión satisfactoria, lo cual no ocurre. Cuando vemos a una figura como la que aquí destacamos, anhelamos un país donde los códigos de conducta se afirmen en la mente y el corazón de los líderes y de todos los ciudadanos. Sin duda, es importante que los dirigentes políticos den, en el día a día, ejemplos de integridad, de eficiencia, de respeto a la ciudadanía, y de gobernar para el bien común, y no para satisfacer su codicia.