En esos casos por lo menos queda la resignación de no poder luchar contra las leyes de la naturaleza; la muerte es una sentencia que no podemos apelar y en algún momento, ya sea por fuerzas espirituales o terrenales o por algún otro subterfugio, alcanzamos el consuelo.
Más, lo que están viviendo los familiares del suboficial Edelio Morínigo, de Félix Urbieta y de Óscar Denis, es más cruel que eso y no se puede alcanzar a dimensionar. Es una muerte en vida, un calvario, una impotencia que se renueva día a día y que no tiene respuesta.
El secuestro es una de las expresiones de violencia sociopolítica que está golpeando con fuerza a nuestro país. Es uno de los azotes que está abriendo heridas cada vez más profundas.
No hay sociedad que pueda vivir en paz mientras existan privadas injustamente de su libertad. Mientras haya una esposa esperando por su marido; una madre queriendo volver a ver a su hijo; unas hijas anhelando un abrazo de su padre; unos nietos que extrañan a su abuelo.
Es una herida, un hecho de tortura social que nos afecta a todos sin poder ofrecer demasiada resistencia. El clamor de las víctimas es hacia las autoridades por alguna información acerca de sus seres queridos.
Los miembros de las fuerzas públicas, los fiscales antisecuestro y todos los asignados para combatir este flagelo, no pueden brindar alguna respuesta por los ocho, seis y dos años pesadillescos que padecen estas personas.
Por lo menos es lo que dicen las hijas de Óscar y de Félix, junto a la madre de Edelio, cuando se cumple algún aniversario de su cautiverio; todas ellas coinciden en que no hay iniciativa por parte de las autoridades para dar información.
Pueden aducir que no salen a hablar para no entorpecer la investigación pero el silencio puede tener un efecto adverso, traduciéndose como indiferencia o resignación ante la derrota indiscutible. Puede causar la sensación de estar desprotegidos y aumentar el terror.
Este medio que ya está instalado en las personas que trabajan en la zona considerada de influencia de los grupos criminales a perder la libertad de trabajar, de producir, de vivir, no es la única amenaza.
Los violentos tienen otros látigos, otros azotes, como el sicariato, otra de las armas, cada vez más utilizadas, para apoderarse de nuestra libertad a fuerza de miedo. Nos instalan el miedo para trabajar, miedo para transitar, miedo para hablar.
Así como están las cosas, ejercer el periodismo en ciertos lugares es un acto que requiere no solo de arrojo sino de un espíritu martirial.
Pedro Juan Caballero es uno de esos lugares donde opinar puede llegar a convertirse en la firma del certificado de defunción. Le pasó a Santiago Leguizamón en los años noventa; le pasó hace poco a Humberto Coronel.
En una entrevista radial, el subcomandante de la Policía afirmó que la actualidad en la capital del Departamento de Amambay se puede comparar con lo sucedido en Medellín, Colombia, en los años 80, donde un grupo de narcotraficantes que eran conocidos como los “Extraditables”, infundieron el terror en el país para torcer la ley y evitar que sean llevados a los Estados Unidos, país que los requería para juzgarlos.
Bajo el lema: Preferimos una tumba en Colombia antes que una celda en los Estados Unidos, estos hombres liderados por Pablo Escobar mataron a periodistas, jueces, policías e instalaron un imperio de miedo. Es una triste analogía.
Algunos podrán tildar de exagerada la comparación del alto jefe policial. Dirán que no es tan así, que en Paraguay hay más gente buena que mala. Pero estos malos están atentado con dureza contra la paz y la justicia, pilares de una nación libre, que cada vez se ven más manchadas en el centro de nuestra bandera.