Ayer, la siesta se tornó gris al conocerse la penosa noticia de que asesinaron a un periodista al salir de la radio donde trabajaba, y mientras se aprestaba a abordar su automóvil en la tristemente célebre ciudad de Pedro Juan Caballero (PJC), en la frontera con el Brasil.
Esta vez la víctima fue el compañero Humberto Coronel. Un sicario, pagado por quien sabe qué grupo criminal, le robó la vida.
El escenario, el mismo en el que silenciaron la voz a otros colegas que también pagaron con su vida el ejercicio de la libertad de prensa, comenzando por Santiago Leguizamón, aquel 26 de abril de 1991. Lo más terrible de este nuevo episodio de violencia es que existía una denuncia por amenaza hacia el colega y una supuesta protección policial que, llamativamente, ayer tenía a los dos suboficiales designados para el efecto apostados no frente a la radio, sino en la esquina de la calle donde se halla el medio de comunicación.
De Pedro Juan Caballero ya parece no sorprendernos, y eso es lo malo, el que a diario nos informen de atentados y de la incesante actividad del sicariato, o que se relacione a esa parte del país con narcotráfico, tráfico de armas y cuantas actividades ilícitas haya y sea factible desarrollar gracias al silencio y la complicidad de quienes estén al frente de instituciones claves como la Policía Nacional, el Ministerio Público y el Poder Judicial, Migraciones, principalmente.
Pero también por la ausencia de una política de Estado integral para intervenir con planes de empleo, educación, reducción de la pobreza, etc. etc. Es decir de una presencia y acciones sostenibles del Estado que reduzcan la vulnerabilidad de la población y las haga menos permeable ante los grupos criminales organizados que hace tiempo se afincaron allí o la usan como ruta.
La muerte del joven compañero Humberto Coronel, como otras que no debían haber ocurrido, es un golpe duro a la sociedad porque representa el triunfo de los violentos. Es la barbarie que se impone y no admite que se informe sobre el daño que producen sus actos a todo el país o sobre el peligro que representan como grupos delicuenciales, o sobre el retroceso que generan con sus actos brutales.
Ya han transcurrido varios gobiernos desde que comenzó a construirse la democracia paraguaya en febrero de 1989 y han sucedido demasiadas muertes en PJC y cambiado numerosos jefes policiales. Ya hemos visto allí dimensiones de la violencia en progresivo aumento, a todo lo cual las autoridades han respondido con medidas apenas paliativas y solo esporádicas. Con aparatosa presencia de los organismos de seguridad, solo después de algún nuevo atentado.
Es como andar en círculos. Se reacciona sobre hechos consumados y no hay respuestas estructurales ni inversión que produzcan una real recuperación de esa porción del país, hoy en manos de grupos mafiosos que se disputan el territorio.
Pedro Juan Caballero forma parte de las denominadas “zonas silenciadas”, como denomina a la frontera paraguaya la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la CIDH. Está considerada de alta peligrosidad para el ejercicio de la libertad de expresión.
En el Parlamento hace tiempo están en lento proceso de debate y análisis dos proyectos de ley de protección de periodistas. El tema no está entre las prioridades de la agenda parlamentaria. Menos ahora en que los legisladores hacen proselitismo.
Paraguay registra 19 casos de periodistas asesinados y hasta ahora solo se lograron 3 condenas a los responsables. La impunidad es el sello característico. Por lo que no deja de ser admirable y plausible el trabajo de los colegas en zonas de frontera, aunque, como nunca, hoy merece la pena resaltar que la vida y la libertad de las personas están por encima del valor de cualquier noticia. Más aún en un país donde el Estado no garantiza nada.